Estamos mejor de lo que creemos

Con su exceso de confianza en los indicadores económicos típicos, los analistas de los medios de comunicación y los líderes políticos tienden a ofrecer una imagen sesgada de la situación real de las democracias occidentales. Las predicciones apocalípticas se basan, una y otra vez, en cifras irrelevantes, si bien es cierto que predecir lo peor y anhelar los viejos tiempos forma parte de la cultura occidental: no podemos evitar que los políticos se peleen por un puesto o que los intelectuales busquen un público en el que despertar viejos temores. No obstante, las sensaciones apocalípticas no reflejan la realidad actual, y los indicadores típicos tampoco.

Empecemos con el PIB y el PIB per cápita, los indicadores sintéticos más extendidos para describir nuestra situación. Cuando se crearon, después de la Segunda Guerra Mundial, estos indicadores demostraron ser harto útiles para medir el progreso y orientar las decisiones políticas, aunque conviene recordar que, durante la Gran Depresión de la década de 1930, nadie tenía ni idea del tamaño de nuestra economía ni el porcentaje de personas sin empleo. Así pues, el PIB tenía mucho sentido… hace setenta años. Ahora resulta ser cada vez menos relevante, pues no es más que un indicador de producción cuantitativo, que no describe nuestra calidad de vida. Veamos ejemplos sencillos. En la década de 1950, resultaba fundamental medir la cantidad de acero o carbón producida anualmente, pues esos eran los fundamentos de una economía en crecimiento. De ahí que, a la sazón, los soviéticos hincharan sus estadísticas para intentar demostrar la superioridad del socialismo sobre el capitalismo. Hoy en día, el PIB no expresa que, por ejemplo, todos tenemos acceso a agua potable en el grifo, un aire más limpio que en la década de 1960 (recordemos la niebla londinense o las fachadas ennegrecidas de París), tratamientos médicos que no existían hace diez o veinte años, vacaciones asequibles a cualquier destino exótico y una mayor esperanza de vida. Es más, hace un siglo la mayoría de nosotros habríamos gastado el 80 por ciento de nuestros ingresos en comprar bienes básicos como la comida y la ropa. Hoy en día, según las estadísticas estadounidenses, la clase media puede gastar la mitad de sus ingresos en productos y servicios de su elección.

Pensemos en otro ejemplo más trivial, pero trascendental: el teléfono móvil. Hace veinte años no existía, y actualmente todo el mundo, incluso los pobres, puede permitirse uno. Como sabemos, cualquier móvil es un ordenador más potente que las computadores gigantes de la década de 1960. Además, de un año a otro, los nuevos móviles ofrecen más servicios a un precio cada vez más bajo.

Apenas si reparamos en que, debido al descenso de los precios y al goteo continuo de innovación, nuestra vida mejora aun cuando el PIB permanece estancado. El PIB no refleja dicha mejoría en la calidad de vida, la mayor libertad de elección y el aumento de la capacidad de adquisición a causa del declive de los precios. Como ha apuntado más de una vez el economista anglobengalí Amartya Sen, el PIB y la economía en general tienden a ignorar las dimensiones no cuantitativas de nuestra vida, como la libertad de expresión o la igualdad de género. El PIB tampoco incluye el mercado gris, que puede distorsionar, y mucho, las cifras oficiales. La suma de la producción del mercado gris de Alemania e Italia, por ejemplo, es equivalente al PIB austríaco. En Estonia, los mercados grises constituyen el 24 por ciento del PIB oficial. De hecho, el mercado gris puede cuantificarse indirectamente, a través del consumo de energía, por ejemplo. A la inversa, algunos países sobreestiman su PIB para mostrar su éxito, pero el consumo de energía, entre otros parámetros, delata la mentira.

Así las cosas, ¿debería sustituirse el PIB por un indicador más sofisticado con el que obtener un cuadro más preciso de nuestro entorno económico? Ya hay muchas alternativas disponibles, pero ninguna ha resultado del todo convincente hasta la fecha, ni ha resistido a lo que Karl Popper llamó «test de falsabilidad»: lo que es científico puede demostrarse falso; lo que es ideológico o mágico no se puede debatir. Un sustituto del PIB muy conocido y generalmente bien visto es el índice de desarrollo humano de la ONU, que incorpora la educación, la esperanza de vida o la igualdad social, medidas con el coeficiente de Gini. Este índice de desarrollo humano revela que los países ricos suelen ofrecer una educación mejor, y más igualdad social, que los pobres. La única sorpresa aquí es que China, segunda clasificaba por PIB en el mundo, desciende hasta el puesto 91. También conviene apuntar que, globalmente, el índice de desarrollo humano coloca a los países democráticos y capitalistas arriba y las economías estatistas, abajo.

Más recientemente, varios economistas de izquierdas en contra de la globalización, liderados por Joseph Stiglitz, han intentado sustituir el PIB por un indicador más cualitativo, inspirándose parcialmente en lo que se conoce como índice de «felicidad» de Bután. En realidad, Bután, un país autoritario y extremadamente pobre, abandonó su índice de felicidad hace ya muchos años. Además, tal y como Milton y Rose Friedman explicaron en su libro y serie de televisión Libertaddeelegir, el crecimiento puede mejorar nuestra libertad de elección –eso es algo que puede medirse–, pero la felicidad no es un parámetro económico en absoluto. En realidad, el grupo de Stiglitz está buscando una agenda política, más que económica: al incluir bienes más comunes en el nuevo índice, intentan demostrar la superioridad de una economía regulada frente a una sociedad con libertad de elección. Sin demasiado éxito, hasta la fecha.

A fin de cuentas, el viejo PIB podrá ser imperfecto, pero sigue siéndolo menos que sus alternativas: no está politizado, es global y permite comparaciones a través del tiempo y los países. Solo conviene tener presente que describe una parte cada vez más pequeña de la situación económica. Y es que, en realidad, estamos creciendo más rápido que el PIB.

Guy Sorman

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