¿Estamos preparados para el siglo XXI?

La crisis económica está desviando toda nuestra atención hacia lo inmediato, pero no hay que olvidar los deberes que nos imponen los retos del siglo XXI. Hemos abierto las puertas del futuro, pero con la mochila cargada de piedras del pasado. Hasta ahora hemos vivido de préstamo. En apenas dos siglos hemos dilapidado los ahorros geológicos y medioambientales del planeta, ahora nos toca devolver el préstamo y organizarnos para que podamos vivir en un mundo confortable, pero a su vez sostenible. Los retos son muy importantes. En primer lugar, el previsible agotamiento de los combustibles fósiles requerirá, ya en la primera mitad de siglo, una verdadera revolución en el consumo y la producción energética. En segundo lugar, son posibles nuevos desajustes en la provisión de alimentos, de los que hace dos años ya tuvimos una primera muestra. Todo ello en un mundo donde la desigualdad y el desequilibrio territorial siguen siendo el mejor combustible de tensión social y política. Y por si faltara leña, el cambio climático añadirá grados de dificultad y exigirá opciones de alto coste.

En este nuevo y apretado escenario, la energía y el agua serán productos deseados y escasos, lo que deberemos aprender a gestionar. Para ello contaremos a nuestro favor con la tecnología y, si somos capaces de ello, la coordinación global ante un problema que es global. Sin duda la humanidad deberá demostrar su capacidad para actuar con madurez colectiva o las dificultades podrán ser muy importantes, y los aprendizajes, forzosos, se producirán a golpe de tragedia.
La Agencia Internacional de la Energía (AIE) afirma textualmente: «Continuar con el patrón actual, sin cambios en las políticas públicas, significaría un rápido incremento de la dependencia de los combustibles fósiles, con consecuencias alarmantes para el cambio climático y la seguridad energética». Y de forma contundente expresa: «La hora de actuar ha llegado».
Sin embargo, estamos todavía lejos de asumir la necesidad apremiante de actuar. Tras una conferencia sobre agricultura y medioambiente, el anfitrión –un eminente economista– me replicó: «La tecnología podrá ofrecernos soluciones en el ámbito de la energía a su debido tiempo, como siempre ha ocurrido. Mientras tanto, es absurdo incurrir en unos costes presentes en base a unos supuestos inciertos sobre el futuro». Contradiciendo esta opinión, Paul Krugman, premio Nobel de Economía, advertía en un artículo reciente de que el riesgo de una catástrofe es el argumento más poderoso para la actuación. Efectivamente, es una temeridad pensar que todo este embrollo ecológico-energético lo vamos a resolver sin despeinarnos. La tecnología será nuestra principal herramienta, pero las soluciones requerirán cambios muy importantes, en infraestructuras, en actitudes y, por tanto, en nuestra cultura y, sin duda, en las bases del sistema económico. En esta dirección debemos revisar rápidamente la gestión de dos factores: cuándo actuar y quién debe actuar.

En relación a cuándo, la respuesta es ahora. Un argumento esencial para la urgencia es la inercia de los procesos que pueden deteriorar nuestro entorno y con ello nuestro nivel y calidad de vida. Tengamos en cuenta que las decisiones que tomemos hoy no impedirán que el proceso de deterioro ecológico-energético siga avanzando durante bastante tiempo. Por ejemplo, según la AIE, aun suponiendo el escenario más radical en el cual se estabilizasen las emisiones de CO2 en el 2025, los niveles de emisión respecto del 2005 se habrían incrementado el 30%. Por tanto, la actuación preventiva y/o acomodativa debe realizarse mucho antes de que los efectos que lo impulsan sean dramáticamente evidentes.
En relación con el quién, la respuesta también es simple: toda la sociedad deberá estar implicada en los cambios necesarios. Dado que vivimos en una sociedad democrática, deberán ser los órganos democráticos de poder quienes lideren las actuaciones en el marco de una coordinación global. Pero tras la simplicidad de la propuesta surge la duda sobre la capacidad de los poderes políticos, tal como ahora se configuran, de traspasar la barrera del corto plazo para optar por unos costes necesarios que nos van a permitir abordar con serenidad el futuro. La cumbre de Copenhague quizá fue un aviso. El sistema político actual fomenta la profesionalización y con ella políticos cortoplacistas: los gobernantes temen asumir decisiones que incomoden a sus posibles votantes. Y, en este caso, estamos hablando de futuro, pero con costes, costes que nadie desea asumir a corto plazo si existe la posibilidad de aplazarlo. Así, los vendedores de felicidad, a precio de saldo y sin riesgos, acaban ganado elecciones.
Es por ello tan importante la información serena y objetiva, sin concesiones al maquillaje o a la inconsciencia, junto con una planificación a largo plazo desde amplísimos consensos, a ser posible. A su vez, es preciso reforzar la cultura del esfuerzo y la responsabilidad en una sociedad acostumbrada a la facilidad. La falta de una cultura de responsabilidad colectiva podría ser letal para el futuro de las inmediatas generaciones.

Francesc Reguant, economista.