¿Estamos tan mal?

Cuando leo periódicos, escucho la radio, veo la televisión o charlo con los amigos, siempre todos tratando de lo mismo, dale que te dale a la crisis, a la económica, a la política, a que España no tiene remedio, a veces pienso: ¿no estamos exagerando?, ¿no nos estamos pasando en esta creencia de que todo va mal? ¿No nos echamos excesiva ceniza encima, como pecadores en Cuaresma, cuando en realidad no hay para tanto?

Me indujeron a esta reflexión las palabras de un amigo latinoamericano que a su paso por Barcelona me decía: “Oye, creía que venía a un país devastado, triste, desesperado, con conatos de violencia por las calles, casi me daba miedo venir. Y me encuentro con la alegre España de siempre, con los comercios a tope, los bares y restaurantes repletos, donde todo funciona con normalidad”. Tuve que recordarle que las apariencias engañan, que el bajón económico era indudable, el paro devastador y las administraciones públicas están medio quebradas. Además, la moral por los suelos, con los casos de corrupción y el desprestigio de la clase política. Me replicó: “Pues vente a mi país, uno de los que mejor funcionan por allí: entonces te enterarás de lo que realmente es la corrupción y la pobreza”. Seguramente ambos teníamos parte de razón. Ambos: él también.

A los pocos días, asisto a un desayuno privado con un importante financiero catalán. Conoce el paño porque lo vive día a día, es un académico y, además, se juega su propio dinero. No está exultante, es un analista frío, pero los datos que suministra no inducen al pesimismo: la balanza exterior va bien, hay una importante reducción de la deuda, los precios de los inmuebles ya han tocado fondo y se vuelve a invertir en ladrillo, la devaluación interna es un éxito y la percepción exterior es cada vez más positiva debido a que hemos hecho razonablemente bien algunos deberes: las reformas laboral, fiscal y del sistema financiero. ¿Qué queda pendiente? Reformar las administraciones públicas con criterios racionales que impidan el despilfarro inútil, reduzcan el gasto y logren ir reequilibrando las finanzas. Hasta ahí la visión realista y liberal del financiero.

Vuelvo al principio: ¿estamos tan mal? Mi respuesta tiene dos fases. He ahí la primera: en economía se han hecho esfuerzos, ya desde el último año de Zapatero, para poner los fundamentos de una nueva etapa de crecimiento. El ciudadano aún no lo nota pero todo se andará, estamos en el buen camino. Los sacrificios han sido enormes pero no siempre los han llevado a cabo los que más se quejan en público. Por ejemplo, que a los funcionarios el sueldo se les haya reducido un 20% es un sacrificio soportable, en definitiva, el efecto que antes producían las devaluaciones de la peseta. Los grandes perjudicados han sido los parados, en especial los inmigrantes y las personas de mediana edad, a los que costará encontrar trabajo de nuevo. Esperemos que con la reactivación –y la emigración al extranjero– este paro se vaya absorbiendo, aunque ello no será inmediato. Pero en todo caso se ha trazado un camino que es acertado.

La segunda fase de la respuesta: donde no se ha dado ni un paso es en la imprescindible reforma política, y no hay por el momento plan alguno para abordarla. Ahí sí que estamos mal. Se ha frenado el despilfarro más evidente –por ejemplo, en obra pública– pero no se ha abordado la reforma de las administraciones. Ahí siguen las diputaciones y otros entes locales inútiles, como las comarcas en Catalunya, la duplicidad de funciones entre Estado y comunidades autónomas, el dispendio en universidades y tantos otros dispendios. Se han hecho simples recortes de gasto sin reformar las instituciones.

Sobre todo, ni siquiera se han emprendido las dos reformas que deben actuar como motores de todas las demás: la mejora de nuestra deficiente clase política y un giro sustancial en el modelo de educación. Lo primero exige un cambio en las leyes electorales que provoque, como efecto inducido, la reforma del funcionamiento de los partidos. Lo segundo necesita un cambio en los métodos pedagógicos para que se dé más valor al esfuerzo y a la cultura.

Pero nada de todo esto está sobre la mesa de nuestros dirigentes y, en parte, es natural. Las reformas para mejorar la clase política quizá supondrían el suicidio profesional de muchos políticos. Sin embargo, todos los barómetros demoscópicos señalan unánimes que los partidos y los políticos son las instituciones y las profesiones que suscitan más desconfianza. En cuanto a la educación, el tópico según el cual los jóvenes actuales son la generación mejor preparada de la historia es un simple tópico. O es cierto sólo en un solo sentido: es la generación mejor preparada para ejercer una profesión. Pero la cultura no es eso, la cultura es preparación para la vida, algo más vasto e importante que una profesión. Es ahí donde está la auténtica crisis.

¿Estamos tan mal? La economía, tarde o temprano, mejorará. Pero la incultura sólo fomenta una sociedad empobrecida, violenta y corrupta. Esta tarde, hacia las ocho, todos ante el televisor para ver el fútbol, el opio del pueblo. ¡No se lo pierdan!

Francesc de Carreras

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