Estampas británicas

La sucesión de Tony Blair y la temporada de convenciones que celebran anualmente los partidos británicos han hecho emerger algunos debates que, sin necesidad de forzadas extrapolaciones, presentan cierto interés, contemplados desde la perspectiva española.

La primera de estas controversias es la que ha mellado el estreno del sucesor de Blair, Gordon Brown, hasta el punto de aupar al Partido Conservador de David Cameron -que, dicho sea de paso, tampoco es Churchill- hasta una ventaja de ocho puntos sobre los laboristas. La causa, en buena medida, obedece a la decisión de Brown de no convocar elecciones anticipadas cuando los sondeos reflejaban todavía la buena disposición del electorado inmediatamente después de que el nuevo primer ministro se mudara del número 11 al 10 de Downing Street.

Parece pues que los británicos estaban preparados para ir pronto a las urnas. Unos lo comprendían y justificaban como la decisión lógica de un primer ministro que quiere ganarse su propia legitimación tras heredar el cargo de una figura tan carismática como Tony Blair. Otros, es decir, la mayoría de su propio partido, parecían desear que se pusiera fin a la legislatura para culminar un proceso de sucesión no exento de tensiones y, al mismo tiempo, acudir al electorado para que el éxito esperado hiciera cicatrizar las heridas, sobre todo internas, dejadas por la gestión de Blair, quien ha llevado al laborismo a un periodo de gobierno sin precedente pero a cambio de exigir el apoyo de su partido a políticas públicas y decisiones estratégicas nada fáciles de asimilar para muchos laboristas. Además, después de años instalado en el fracaso, el Partido Conservador ha ido adquiriendo hechuras de alternativa bajo el liderazgo de David Cameron, que en este momento se beneficia también de la crisis del Partido Liberal.

Pero Gordon Brown tenía otros cálculos. Ha apelado al interés general para justificar su decisión de agotar la legislatura. Muchos veían en unas elecciones anticipadas la auténtica respuesta a las exigencias del interés público, mucho más que mantener un gobierno a modo de apéndice político de Blair, que sólo puede aspirar a escribir el epílogo a la larga estancia en el poder de aquél. Brown -y aquí a alguno le habrán pitado los oídos- ha querido abrir una legislatura dentro de la legislatura, construir su propia figura como primer ministro y demostrar lo que curiosamente parecía eximido de probar. A Brown se le atribuye una inteligencia portentosa. Es dudoso, sin embargo, que eso sea suficiente para salir airoso de su gran apuesta personal y política. Corre el riesgo de ser finalmente derrotado por la engañosa normalidad que ha querido imprimir a su gestión. El tiempo en política es una magnitud que reporta magníficos resultados a los que saben medirlo y se alían con él, pero que resulta implacable con los que lo ignoran. La primavera de 2008 podría ser testigo del fracaso de dos pujas contra el tiempo político. Una, la de Gordon Brown. La otra, la de José Luis Rodríguez Zapatero. Al presidente del Gobierno le quedan cinco meses para comprobar si su lucha contra el tiempo perdido, contra los cálculos equivocados, contra el fracaso de su arrogante adanismo prevalece apoyada en la frenética propaganda de los mensajes más dispares firmados por el «Gobierno de España» y en la perduración del eco del 11-M. Frente al acreditado tacticismo de Rodríguez Zapatero, su clamorosa falta de proyecto y el rápido deterioro de las expectativas económicas pueden frustrar su soberbia pretensión de que los ciudadanos le voten por agradecimiento hacia lo que ha hecho en vez de por apoyo a lo que vaya a hacer.

La carrera electoral que se ha iniciado en el Reino Unido ha traído de la mano del Partido Conservador otro debate, en este caso constitucional, que merece la pena mirar. Se trata de la llamada 'West Lothian question', que, formulada en los años setenta, ha reaparecido tras la culminación del proceso autonómico de Escocia. Fue entonces, al principio de la década de los setenta, mientras se debatía la concesión de un régimen autonómico a Escocia en un primer proyecto que finalmente no salió adelante, cuando el diputado laborista por la circunspcripción escocesa de West Lothian, Tam Dalyell, formuló el problema con la aplastante sencillez y el rigor con los que el sistema político británico suele aplicar la lógica democrática. En efecto, si Escocia recibía el poder de legislar en materias sobre las que el Parlamento británico ya no podría decidir, los diputados escoceses en el Parlamento de Londres se encontrarían en la paradójica situación de que, tratándose de una materia transferida, votarían leyes para ser aplicadas en Inglaterra pero no podrían votar leyes sobre ese mismo asunto para Escocia. Para Inglaterra, este efecto resultaba más injustificable: los diputados escoceses pueden votar -y, en función del reparto de escaños, llegar a decidir- sobre asuntos ingleses como sanidad o educación mientras los diputados ingleses no pueden hacer lo propio en relación con Escocia por tratarse de materias transferidas a la competencia del Parlamento autonómico. Hoy, el problema se encuentra agravado por la neta superioridad laborista en Escocia frente a un Partido Conservador que todavía circunscribe su radicación política a Inglaterra.

Para resolver este nudo constitucional el Partido Conservador propone constituir dentro de la Cámara de los Comunes una comisión integrada por y sólo los diputados ingleses, con competencia legislativa para tramitar sobre los proyectos y proposiciones de ley que únicamente afecten a Inglaterra. La iniciativa, una vez aprobada por el Comité, sería elevada al pleno de la Cámara que, por convención, no podría rechazarlo.

La solución, sin embargo, no es tan fácil. Piénsese en la posición casi insostenible de un primer ministro escocés -Brown lo es- que quedase excluido del debate de leyes que afectan al 80% de la población del Reino Unido y en el que participa un porcentaje similar de los diputados al Parlamento de Westminster, o imagínense los problemas de gobernabilidad con mayorías variables dentro de la misma cámara. Antes estas y otras objeciones hay quien propone como solución una cámara de representación territorial ahora que el Reino Unido es un Estado descentralizado. Otros consideran practicable la respuesta que los conservadores quieren dar a la 'West Lothian question' con cautelas añadidas para evitar consecuencias autodestructivas del propio régimen parlamentario. Y los hay también que creen que la mejor respuesta consiste en no hacer la pregunta y que sea la práctica política y parlamentaria la que vaya ahormando la paradoja.

En cualquier caso, nuestra conocida fascinación por lo que hacen los británicos, ya sea el proceso de paz en Irlanda del Norte o, ahora, la autonomía de Escocia, a la que los nacionalistas quieren llevar también camino de la autodeterminación, aconseja tener en cuenta, para lo que pueda servir, un debate como éste. En él se plantea un problema central para la democracia que en absoluto nos es ajeno: la cuestión de la integridad del Reino Unido y de su Parlamento como el sujeto político determinante y, en consecuencia, la relación subordinada de la autonomía respecto a la soberanía. Por eso, el apartado 7 del artículo 28 de la 'Scottish Act', la ley que confiere y define el régimen autonómico de Escocia, precisa que dicho artículo -que atribuye al Parlamento escocés la competencia para aprobar leyes- no afecta al poder del Parlamento del Reino Unido para dictar leyes para Escocia, incluso en materias de la competencia de esta región. Algo puede aprenderse de la cuna de la democracia contemporánea en Europa, del Reino Unido de las 'cuatro naciones' que a pesar de serlo se plantea serenamente problemas que aquí la izquierda preilustrada -en expresión del historiador José Varela Ortega- intenta ridiculizar por una mezcla de desprecio y mala conciencia.

Javier Zarzalejos