¿Están en decadencia los occidentales?

La matanza de los periodistas de «Charlie Hebdo» solo ha suscitado estupefacción y solidaridad en el mundo occidental. Pero si leemos y escuchamos los comentarios procedentes del mundo no occidental, la interpretación es diferente. Para la prensa rusa o árabe, por ejemplo, pero también para la china y la india, «Charlie Hebdo» es el símbolo de la decadencia moral de Occidente, lo que no exculpa ni legitima el asesinato de los periodistas, pero lo esclarece. La matanza refleja, en resumidas cuentas, un «choque de civilizaciones» entre unos islamistas portadores de valores tradicionales y el individualismo extremo que encarna «Charlie Hebdo», jubiloso e irrespetuoso con todo. ¿Se ha escenificado a escala reducida en las calles de París ese «choque de civilizaciones» que el historiador estadounidense Samuel Huntington planteaba en la década de 1990 como futuro de las relaciones internacionales? El Papa se ha sumado hace poco a esta tesis, al condenar los excesos blasfemos de los humoristas franceses. Pero sin blasfemia ni sátira, «Charlie Hebdo» no existiría más.

Naturalmente, estos comentarios venidos de otros lugares proceden de países en los que reina la censura, pero expresan un cierto desasosiego o un rechazo sin paliativos de las costumbres occidentales, en particular de su evolución reciente, digamos que desde la década de 1960. En este periodo de tiempo, muy breve en la escala de la historia, los occidentales han cambiado enormemente: un observador imaginario que hubiese abandonado Europa o Estados Unidos antes de 1960 y que regresase hoy en día estaría tan desconcertado como lo están el Papa o un musulmán piadoso. No hablo aquí de las considerables transformaciones técnicas propiciadas por internet, las redes sociales o la medicina, sino de las costumbres. Quién habría imaginado, hace una generación o dos, que el aborto sería legal poco a poco en todo Occidente; que los divorcios serían más numerosos que los matrimonios; que los matrimonios entre homosexuales se volverían corrientes; que estas parejas de homosexuales criarían hijos (mediante procreación asistida o adopción); que la igualdad entre los sexos se convertiría en una norma moral y legal; que todo el mundo podría acceder a la pornografía, concretamente a través de internet; que la muerte voluntaria o el suicidio asistido se extenderían hasta el punto de convertirse en una reivindicación que se vería satisfecha en todas partes; que el consumo de drogas blandas sería, o bien tolerado, o bien legal; y por último (a menos que sea el punto de inicio) que las iglesias estarían vacías, excepto en Estados Unidos, donde se parecen más a un club de encuentros o a una sala de conciertos que a las parroquias anteriores al Vaticano II.

Si tuviésemos que identificar una base común a todas estas evoluciones de las costumbres occidentales, podríamos relacionarlas con la propiedad de nuestro cuerpo. Tradicionalmente, el cuerpo en Occidente pertenecía –como es siempre el caso en la mayor parte de los países que no pertenecen a Occidente– a los padres que casaban a sus hijos después de haber reprimido su sexualidad en el transcurso de su adolescencia; a los Gobiernos que metamorfoseaban a los jóvenes adultos en soldados y en carne de cañón (mientras que el servicio militar obligatorio casi ha desaparecido en Occidente); y a las autoridades civiles, judiciales o eclesiásticas que prohibían el libre uso del cuerpo y no permitían el aborto, las drogas, el suicidio o la homosexualidad, y establecían una clara distinción entre los sexos. La apropiación del cuerpo por uno mismo se explica generalmente por la descristianización de Occidente, ya que las Iglesias gestionaban y justificaban las prohibiciones. De hecho, la liberación de las costumbres coincide en el tiempo con el retroceso de la religiosidad, mientras que fuera de Occidente, los eclesiásticos o los que ejercen su función (como el Partido Comunista chino) siguen controlando los cuerpos y la sociedad.

Pero es posible otra explicación, quizá más convincente: la liberación de las costumbres y del cuerpo –o la «decadencia» de los occidentales para los que reprueban esta evolución– también pone de manifiesto, sobre todo, una democratización de nuestras sociedades. Todos los comportamientos que se han vuelto normales y a los que algunos llaman «decadentes» existían desde tiempos inmemoriales, pero estaban «reservados» a las élites sociales. Los ricos, los poderosos y los aristócratas siempre han usado y abusado de su cuerpo como mejor les parecía, escapando a todas las normas impuestas al pueblo (releamos al Marqués de Sade.) A partir de la década de 1960, las élites perdieron el privilegio de la amoralidad, y es en gran parte el significado de los acontecimientos de mayo de 1968 en París. Pero esta evolución de las costumbres, nacida en California antes de llegar a Francia, y luego al conjunto de Europa, nunca ha traspasado las fronteras de Occidente. Visto desde otros lugares, Occidente, al que se consideraba dominante e imperialista, se percibe desde entonces como «decadente».

En la historia, la decadencia es un fenómeno poco reversible, porque el Papa conservador es un miembro de la resistencia tan aislado como aclamado. ¿Es esta «decadencia» un avance de la libertad individual, la continuación del movimiento de la Ilustración iniciado en el siglo XVIII o una liberación absoluta? ¿O es un retroceso que, partiendo de la transformación de las costumbres, conducirá al desmoronamiento de nuestras sociedades? La verdad es que no lo sabemos, pero me parece prematuro anunciar el fin de Occidente si tomamos como referencia el Imperio Romano y nos atenemos a la obra fundadora de Edward Gibbon sobre el tema: el declive de este imperio duró mil años, lo que nos deja margen.

Guy Sorman

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