¿Están los políticos preparados?

En agosto de 2010 publiqué un artículo en la revista «El Notario» con idéntico título a éste. Desde entonces la situación -es un diagnóstico amable- no ha mejorado gran cosa. Es cierto que el problema no se circunscribe a nuestro país. Un historiador tan poco sospechoso como Tony Judt hablaba hace años de la «insoportable levedad de la política», de que hoy (comparados con la época de Léon Blum, W. Churchill, L. Einaudi, W. Brandt o F. Roosevelt) vivimos en una edad de pigmeos. Basta mirar a Johnson & Trump, pero no solo a ellos. En nuestro país, por ejemplo, no cabe sino añorar a políticos como Cánovas, Dato o Canalejas (los tres asesinados, ¿tal vez por ser buenos?) o a los que protagonizaron la Transición. Compárese a Tarradellas con Puigdemont o Torra y tendrán una pista de lo que está pasando.

No todo tiempo pasado fue mejor, pero sí parece que la clase política (con las consabidas excepciones) se percibe hoy por la ciudadanía como parte más del problema que de la solución (CIS). ¿Por qué? Una primera razón sería que la propia sociedad ha cambiado, y que si ahora se premia la mediocridad y no la excelencia desde la escuela es lógico que los que nos representen vengan influidos de ese virus cultural. Puede ser, pero no lo explica todo, pues paralelamente contamos con personas excelentes en todos los ámbitos de la vida social y económica: no hay más que mirar al deporte, a algunas empresas y científicos, o a la buena imagen internacional que presentan nuestros militares. ¿Sería una cuestión de que hemos perdido ciertos valores indispensables para el éxito (honestidad, austeridad, disciplina, constancia, vocación de servicio, humildad, honor, esfuerzo…), limitados hoy a algunos sectores? Ciertamente algo de esto pasa pero tampoco lo explica todo.

¿Cuáles son las capacidades y habilidades exigibles para ser un buen político? La política aspira a gobernar para mejorar la sociedad, con lo que lo que necesitamos son buenos gobernantes. Cualquiera puede servir para representarnos en un parlamento o asamblea, con tal de que sea capaz de trasladar correctamente las pretensiones de los que representa, pero el arte de gobernar no es cosa que se improvise sino que exige formación, experiencia y capacidades concretas. De hecho, tener éxito en el qué (las medidas que se proponen) depende del cómo (se lleven a cabo). Junto al déficit público o social, se olvida el déficit de gestión. Las mejores intenciones pueden derivar en acciones perversas y nuevos problemas si no son correctamente planteadas y gestionadas. Y esto no se conseguirá si las exigencias de capacitación afectan únicamente a los funcionarios y demás empleados públicos y no a sus máximos dirigentes políticos de los que dependen. Pero en lugar de enfocarse en lo esencial, nuestros políticos viven hoy obsesionados por el marketing, la demoscopia, la estética; rodeados de supuestos gurús de estrategia electoral o mercadotecnia personal en lugar de expertos de verdad sobre lo que importa: la Política con mayúsculas. Sorprende que cuando más difícil resulta gobernar (en la edad de la complejidad, el cambio constante y la incertidumbre) menos atención se preste al arte de gobernar y su contexto. Los partidos (con primarias o sin ellas) tienen una responsabilidad clave: elegir los mejores para gobernarnos. Y estos tienen otra: rodearse de los mejores para hacerlo.

Por último, la política no debe crear problemas nuevos donde no los había, bastando que de su acción nazcan «muchos más beneficios que daños», como advertía Baruch Spinoza hace siglos. La aplicación de esta simple regla serviría, por ejemplo, para convertir al separatismo en inviable. Pero obviamente los partidos políticos difícilmente se conforman con tan poco, presentando cada uno su oferta de cambio social. Aquí, sin embargo, corremos el peligro de que la hojarasca ideológica no nos deje ver el bosque de la complejidad de los problemas. La crisis de la política va unida a la crisis de las ideologías y ello a pesar de los intensos esfuerzos de cada partido por enfatizar o crear diferencias ideológicas con los demás pues en ello le va su propia supervivencia, tanto para los grandes partidos nacionales como especialmente para los de corte nacionalista. El virus ideológico transforma un debate sobre aspectos fundamentales en un bucle de lealtades emocionales envuelto en descalificativos paralizantes al adversario para así esconder o disfrazar carencias y errores propios.

Esta búsqueda desesperada de lo que nos divide lleva a pervertir dos cualidades esenciales en un buen político: el sentido de Estado y el sentido común. Porque ciertamente sin poner el largo plazo, lo común y lo que nos une por encima de las preferencias coyunturales, personales o partidarias, no hay proyecto de futuro posible, ni mejora social que dure, ni instituciones que puedan funcionar.

Alberto Gil Ibáñez es escritor y ensayista.

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