Estas agobiantes olas de calor

EL CONFINAMIENTO ha tenido un efecto insignificante sobre el calentamiento global. Esto es lo que muestra un estudio coordinado desde la Universidad de Leeds que tiene en cuenta datos de 123 países. En España, junio nos aportó alguna esperanza al ser el primer mes de este año que no fue más cálido que la media histórica. Pero, apenas salimos del estado de alarma, ya estábamos sumergidos en un verano sumamente caluroso batiendo nuevos récords. El sofocante mes de julio terminó con una intensa ola de calor, que, extendiéndose a la mayor parte de la Península y Baleares, se prolongó hasta principios de agosto. Algunos datos de nuestra excelente Agencia Estatal de Meteorología (AEMET): 38 ºC de máxima en Burgos el día 27 de julio, 41º en Palma de Mallorca y en Lérida el día 28, y 42º en los aeropuertos de Bilbao y San Sebastián el día 30. Tan solo por detrás de los de 2015 y 2006, este mes de julio ha sido el tercero más cálido de la serie histórica.

Una ola de calor es un fenómeno meteorológico extremo durante el que se registran temperaturas superiores a la media a lo largo de varios días consecutivos, pero su definición precisa no es la misma para todos los lugares. En España, la AEMET la define como un período de al menos tres días durante el que se registran temperaturas por encima de un valor umbral que depende de cada lugar (para lectores amantes del detalle: este valor umbral es el percentil del 95% de la serie de temperaturas máximas diarias de los meses de julio y agosto del periodo 1971-2000 en el lugar considerado). En concreto, se considera ola de calor en La Coruña a un período de al menos tres días en los que se registran temperaturas superiores a 29,2º; pero para Córdoba las temperaturas deben superar los 41,6º.

El número de días al año en los que se superan estos umbrales de temperatura de ola de calor en la Península es ahora el doble que a mediados de los años 1980. En junio de este año no tuvimos ninguna ola de calor, pero, durante los últimos años, las olas de calor en ese mes (cuando aún no tenemos el cuerpo aclimatado a las altas temperaturas) han sido 10 veces más frecuentes que en las décadas de 1980 y 1990. No hace falta insistir en los efectos nocivos que tienen tales episodios de calor y sequía tanto en la salud como en el medio ambiente. Tan solo recordemos cómo el riesgo de incendios aumenta considerablemente. En lo que llevamos de año, ya se han quemado más 2.700 hectáreas tan solo en Galicia.

Y ¿qué decir de las noches? En la mayor parte de la Península hemos tenido dificultades para el descanso nocturno debido a las altas temperaturas. Se denominan noches tropicales a aquellas en las que el termómetro permanece por encima de los 20º, mientras que en las noches tórridas, la temperatura no baja de 25º. Pues bien, desde el año 1984 hasta hoy, la frecuencia de estas noches tan calurosas, en las 10 capitales más pobladas de España, ¡se ha multiplicado por un factor 10!

Naturalmente el fenómeno galopante de estos episodios de altas temperaturas no se restringe a España. Pensemos, por ejemplo, en Europa. Comenzando por la ola de calor que fue particularmente terrible en 2003 (sobre todo en Francia, donde dejó unos 15.000 muertos), podemos rememorar los calurosos veranos de 2010, 2015, 2017, 2018 y 2019. En julio de 2019, los termómetros traspasaron por vez primera la barrera de los 40º en puntos de Bélgica y los Países Bajos. El 31 de julio de 2020, París alcanzó los 39,5º y la mayor parte de Inglaterra superó los 30º. El 7 de agosto, Londres llegó a los 37º.

En Oriente Medio las condiciones fueron despiadadas: 51,8 ºC a la sombra en Bagdad el 28 de julio, 50ºC en puntos de Siria y más de 44ºC en Israel. Como consecuencia del calor, hubo cortes en el suministro eléctrico en grandes zonas de la región, incluyendo puntos de Irak, Kuwait y Jordania.

Las regiones polares están experimentando fenómenos también muy extremos. A principios de año (verano en el hemisferio sur), la Antártida, el lugar más frío del planeta, sufrió una intensa ola de calor. Según un estudio coordinado por la Universidad de Wollongong (Australia) la estación antártica de Casey alcanzó sus temperaturas máxima y mínima más altas de las allí registradas: 9,2 y 2,5ºC (¡sobre cero!), respectivamente. En la base argentina de Marambio (junto a la península antártica) el mercurio alcanzó 20,75º el pasado 9 de febrero, la temperatura más alta de las registradas en la Antártida.

Según la Organización Meteorológica Mundial (WMO), las temperaturas en Siberia permanecieron más de 5 grados sobre la media desde enero hasta junio, y en junio subieron hasta 10 grados por encima de sus valores medios. En la pequeña ciudad rusa de Verjoyansk, al norte del círculo ártico, se alcanzaron los 38ºC el 20 de junio. En Longyearbyen, en las islas noruegas de Svalbard, el pueblo más septentrional del mundo con más de 1.000 habitantes, se alcanzó 21,7 ºC el 25 de julio. En torno al círculo ártico, en las regiones más al norte de Siberia, los incendios descontrolados cubrían una anchura de 800 kilómetros en este mes de julio y las emisiones de dióxido de carbono pulverizaron los récords de 18 años de registros.

Una superficie helada es un magnífico espejo para la luz solar. Según se funden las nieves y los hielos polares, estas regiones reflejan menos la radiación que reciben del Sol y, consecuentemente, van calentándose mucho más rápidamente que otras latitudes del planeta. Es un fenómeno conocido como «amplificación polar». No cabe ninguna duda de que esta amplificación hará que sigamos viendo batir récords de temperaturas en las zonas polares año tras año.

En fin, no voy a intentar entrar aquí en los fenómenos físicos y químicos relacionados con el cambio climático. Los climáticos son fenómenos muy complejos, y muy intrincados entre sí, que mantienen ocupada y preocupada a toda una legión de científicos en todo el mundo. Pero no hace falta ser un experto para percibir el valor, el significado y algunas de las implicaciones de esta abrumadora avalancha de datos, cuyos inequívocos efectos ya sentimos en nuestra propia piel. En particular debido a estas olas galopantes de calor que se multiplican por todo el mundo.

Ante tan agobiante panorama, he de insistir en lo que dicen muchos expertos y las instituciones encargadas de monitorizar el clima. La AEMET lo expresa muy claramente: la frecuencia de las olas de calor va en aumento a escala global como consecuencia del cambio climático antropogénico. No hay ninguna manera de explicar la frecuencia de estas olas de calor sin recurrir al cambio climático.

El objetivo planteado por el acuerdo de París, de mantener el aumento de la temperatura media mundial por debajo de 2 °C con respecto a los niveles preindustriales, se perfila cada vez más difícil. En el Ártico el aumento ya es mayor y es sumamente rápido, por lo que habrá que ser mucho más exigentes en otras zonas del planeta. Y, en términos más generales, tendremos que ser mucho más exigentes con nuestros comportamientos medioambientales, a nivel individual, local y global, para poder encontrar una escapatoria al estremecedor futuro que tenemos ante nosotros.

Rafael Bachiller es astrónomo, director del Observatorio Astronómico Nacional (IGN) y autor de El universo improbable (La Esfera de los Libros).

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