Estatuafobia e historia

Agentes de policía custodian una estatua de Winston Churchill mientras un manifestante sostiene un cartel en el que se puede leer: "¡Enseñen la historia colonial en el colegio!", en Londres, el pasado 27 de junio.SIMON DAWSON / Reuters
Agentes de policía custodian una estatua de Winston Churchill mientras un manifestante sostiene un cartel en el que se puede leer: "¡Enseñen la historia colonial en el colegio!", en Londres, el pasado 27 de junio.SIMON DAWSON / Reuters

Alrededor del año 1460 antes de Cristo, en pleno Imperio Nuevo, Egipto tuvo como faraón a una de las pocas mujeres que ejercieron ese cargo y de cuyo nombre se tiene constancia: Hatshepsut, esposa del fallecido Tutmosis II y madrastra de su coregente, el niño que subiría luego al trono como Tutmosis III. A ella se debe el grandioso templo funerario de Deir el-Bahari, en las orillas del Nilo a la vera de Tebas, construido con toda probabilidad con trabajadores forzados más que voluntarios, como los que habían hecho un milenio antes las grandes pirámides de Giza. Solo gracias a la moderna investigación histórica conocemos su existencia y su obra, puesto que su hijastro destruyó en cuanto pudo casi todo recuerdo de ella (acaso también su vida) en una de las más completas operaciones de lo que en Roma se acabaría llamando la damnatio memoriae: la condena al olvido de gobernantes previos por algún motivo, con borrado de su nombre o destrucción de sus retratos en todo soporte y formato.

Ni que decir tiene que hoy Hatshepsut es no solo una figura bien conocida de las dinastías faraónicas, sino también un ejemplo inspirativo de lo que ha logrado la renovada mirada historiográfica sobre el protagonismo femenino siempre subyacente bajo la superficie de la supremacía masculina en los relatos oficiales. Pero sin que esa mirada revalorizadora haya significado (hasta ahora) ninguna mengua de la aportación a la historia egipcia de su sucesor, cuyos retratos pétreos (por ejemplo, los conservados en el Museo Británico o en el Museo de Historia del Arte de Viena) son considerados cumbres de la estatuaria egipcia de todos los tiempos. Y no parece que haya motivo, tantos milenios después, para que el aprecio de una implique el desprecio de otro, al menos desde el rasero crítico-racional de la perspectiva historiográfica contemporánea, que trata de entender los fenómenos sin emitir condenas morales anacrónicas o impulsar sentencias ejecutorias iconoclásticas.

Desde luego, los movimientos iconoclastas (del vocablo griego que define al “destructor de imágenes”) han estado presentes en la historia desde los primeros tiempos conocidos y tuvieron especial protagonismo en ciertas épocas críticas de alteraciones socio-económicas y cambio de valores ideológicos: la querella de los iconos en el Imperio Bizantino en el siglo VIII fue especialmente relevante, al igual que los episodios iconoclásticos de la reforma protestante en el siglo XVI (y todavía es impactante ver en el Museo del Castillo de Marburgo las estatuas de santos retirados de las iglesias y decapitados por ese fervor anicónico). El proceso ha seguido su curso hasta la más reciente actualidad, como permite recordar la destrucción por los talibanes de las dos grandes estatuas de Buda en Bamiyán, en 2001, o el derribo, decapitación y hasta linchamiento de las estatuas de supuestos o reales “racistas” de las últimas semanas de este mes de junio de 2020 en diversas ciudades de Estados Unidos o del Reino Unido.

Entonces como ahora, el objetivo de esas acciones es destruir un resto del pasado considerado indigno, injusto y hasta odioso. A veces, la furia se abate sobre estatuas de figuras humanas. Otras veces, sino se ataja su dinámica, también afecta a conjuntos escultóricos o arquitectónicos. Sencillamente porque el iconoclasta vive como una insoportable afrenta existencial la presencia de esas figuras en cualquier formato público (esto es: capaz de ser visto por otros). Las imágenes son soportes de sentido y significado, de simbolismo, de valores y contravalores, todos elementos definitorios del mundo que habitan los seres humanos. Y cuando disgustan de manera extrema y escatológica, suele darse el paso a su destrucción violenta, como si fuera solución mesiánica a los males de este mundo, pasados o presentes. Jean Delumeau definió certeramente este carácter de los estallidos iconoclastas del siglo XVI: un “rito colectivo de exorcismo” porque al maltratar estatuas o iglesias, “la multitud se prueba a sí misma su propio poder” y reduce su miedo a la par que libera su odio. Sobre todo porque esa multitud suele estar poblada por personas angustiadas por su situación vital y temerosas de su porvenir, que encuentran en esos materiales inertes el “chivo expiatorio” de sus frustraciones.

Por esa razón, la iconoclastia suele ser compañera de la intolerancia fanática, que no duda en la justicia de su causa (ni en la malignidad de su enemigo). Ejemplo clásico de esta fusión fueron los reformadores religiosos de Tabor que a principios del siglo XV establecieron en Bohemia su efímero reinado desangre y fuego bajo un artículo de fe: “En este tiempo de venganza no se debe imitar a Cristo en su dulzura, mansedumbre y misericordia con los adversarios de la ley, sino en su celo, furia, crueldad y justa manera de retribuir”.

Una sociedad democrática civilizada no puede dar cobijo a estallidos iconoclastas de este tenor sin entreabrir las puertas a infiernos conocidos. Primero, porque quienes hoy se toman la justicia por su mano revelan preocupantes dosis de ignorancia al desatender razones de contextualización histórica y evidenciar flagrante anacronismo presentista: ¿qué hombre o mujer de las sociedades occidentales anteriores al siglo XIX no era en algún grado xenófobo o racista, tácitamente machista, ignorante de las exigencias medioambientales o vulnerador de derechos hoy considerados imprescriptibles y casi nacidos con la hominización? Segundo, porque los procesos democráticos permiten debatir la pertinencia de homenajes escultóricos a figuras o ideas sin limitación, siempre y cuando su posible eliminación o resignificación no suponga una vandálica destrucción del patrimonio histórico-cultural legado por el pasado y merecedor de mejor trato del que hemos visto en las pantallas recientemente: ¿cabe entender un ataque a un busto de Cervantes que no destile un xenófobo tufillo antihispánico en ciertas geografías?Y, tercero, porque los gustos en estos campos nunca son universalmente unánimes, con el resultado de que la práctica de la violencia para imponerlos abre la puerta legítima a la respuesta de otros ultrajados arbitrariamente por esa acción: ¿hay mayor absurdo que tildar sin más de “racista” a una figura como Churchill, que fue el gran artífice de la victoria sobre el mayor y más genocida de los regímenes racistas de toda la historia humana?

Por el bien de todos, hay que poner coto a estas actuaciones y, desde luego, debe desmentirse su carácter de acciones legitimadas por la Historia o lo que pasa por ella en algunas mentes maniqueas y simplistas.

Enrique Moradiello es historiador.

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