Estatuas pintarrajeadas

En 1939 se desencadena la Segunda Guerra Mundial y se estrena «Lo que el viento se llevó», la película de mayor arraigo popular de la historia. Su banda sonora, envolvente y de gran belleza sinfónica, sedujo a los espectadores tanto como el apasionado romance entre Clark Gable y Vivien Leigh, que interpretaba a la caprichosa y manipuladora Escarlata O’Hara. Hattie McDaniel, la inolvidable Mammy, fue la primera actriz negra en ganar un oscar, estatuilla que también consiguió la guapa Vivien Leigh, la cual participó en una gira de actores británicos en el Norte de África para entretener a las tropas que combatían contra los italianos y alemanes. «Lo que el viento se llevó» ha sido censurada por los pastores y sacerdotisas de la corrección política, en ese puritanismo de Progrelandia basado en mirar el pasado con ojos del presente. A partir de ahora habrá que ver determinadas películas de tapadillo y comprar algunos libros de estraperlo, porque la Caza de brujas del senador McCarthy en Hollywood será Disneylandia al lado de estos nuevos censores.

En la Antigua Roma, cuando se decretaba el olvido público de un personaje de relieve, se aplicaba la damnatio memoriae, que consistía en borrar su recuerdo eliminando con un cincel su nombre en las inscripciones monumentales y decapitando sus estatuas. Desde el final de la Antigüedad la furia iconoclasta ha sido una constante en todas las épocas y países, y si bien la destrucción de imágenes solía tener un trasfondo religioso, en la Edad Contemporánea adquirió un cariz político. La incultura no es la razón primordial de ese destrozo. Los nazis que organizaron la quema de libros en Alemania eran gente instruida. Constituyó una damnatio memoriae literaria de infame recuerdo. Fue el odio de estirpe racial e ideológica lo que movió a los universitarios nacionalsocialistas a arrojar a la lumbre las obras de autores considerados impuros o enemigos del Tercer Reich. Así, en la actualidad, los ataques vandálicos a estatuas no son producto de masas embrutecidas por la incultura, sino intoxicadas por un odio sibilino: el del fanatismo revestido de buenismo, una fórmula magistral que concede patente de corso para expresar un rencor acumulado.

En los viajes no soy muy dado a aparecer en fotos sin estar acompañado. Pero la última vez que visité Londres le pedí a mi mujer que me hiciese una fotografía delante de la estatua de Churchill, uno de mis personajes históricos predilectos. Esa estatua del primer ministro fue vandalizada recientemente. La ensuciaron con pintadas de «racista», le ataron un cartel a modo de sambenito inquisitorial y tacharon su nombre con spray mientras, en algunos vídeos, se oye gritarle «fascista» al hombre que, a solas, osó enfrentarse a Hitler y mantuvo viva la llama de la democracia en Europa. Viendo las imágenes tenía la sangre como si me la hubiesen puesto a hervir en un cazo.

No ha sido la única estatua atacada. También lo han sido las de Cristóbal Colón, Fray Junípero Serra y Cervantes. Vivimos tiempos de cretinos que se creen reformadores de conciencias. Vivimos tiempos de blandenguería intelectual.

Los años sesenta fueron una década prodigiosa, pero también la incubadora de movimientos contraculturales y políticos que acamparon en la universidad y en bastantes medios de comunicación. Esto ha desembocado en una desnaturalización del pasado histórico, en el atrincheramiento de las ideologías y en la negación del debate como fuente del conocimiento. En EE.UU., la mala conciencia por el exterminio en el siglo XIX de los indios de las praderas, ha llevado a la pirueta ideológica zocata de pretender lavar esa mancha intentando borrar el formidable legado de la presencia hispánica en el Sur de los Estados Unidos. Así, en California, destacados políticos del Partido Demócrata han pedido retirar del Congreso una estatua de Colón y de Isabel la Católica. Isabel, la reina que ordenó legislar para respetar y amparar a los indios…

Pero esto no es sólo una cuestión geográfica. En España, los independentistas catalanes reclaman retirar la estatua de Colón en Barcelona, algo que apoya la podemita gaditana Teresa Rodríguez, partidaria de retirar las estatuas del descubridor de América y de otros «esclavistas españoles y andaluces». Cuando se entere de que en Huelva, en el monasterio de La Rábida, hay unos espléndidos frescos de Daniel Vázquez Díaz que homenajean la gesta de Colón, es capaz de pedir que los encalen, como se hace con las paredes de los cortijos.

Lo triste no es solamente que el poder blando de España en el mundo sea insignificante, es decir, la influencia global de nuestro país en materia cultural, ideológica y diplomática. Lo penoso es que, ante estos ataques a nuestra historia, el gobierno, las instituciones y las universidades cierran el pico o protestan en voz bajita, no vayan a molestar. Esta dejación es síntoma del suicidio cultural de una nación, de su apagamiento progresivo.

En tierras americanas, la única defensa activa del patrimonio español la está realizando The Hispanic Council, una organización de estudios que fomenta las relaciones entre España y EE.UU. En tierras españolas, esa reivindicación la hacen grandes escritores como María Dueñas en «Misión Olvido», Jesús Maeso de la Torre en «Comanche» o Antonio Pérez Henares en «Cabeza de Vaca». Los novelistas no sólo no olvidan, sino que recuerdan con legítimo orgullo.

Ahora toca releer «El Quijote», disfrutar de su grandeza literaria, emocionarse con sus enseñanzas, como cuando el hidalgo manchego aconseja a su escudero: «Haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de labradores», algo tan alejado de la fatuidad con la que hablan los portavoces de lo políticamente correcto, y del odio de quienes pintarrajearon en San Francisco la estatua del escritor alcalaíno.

Ante estos savonarolas y censores no hay que actuar como Clark Gable en la escena final de «Lo que el viento se llevó» y decir que, francamente, eso no me importa. Debemos hacer como Churchill y darles batalla.

Pero no con un Spitfire, sino con la palabra y la pluma.

Emilio Lara es historiador y escritor.

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