En un estado de Derecho, todo lo que es legal -sea bueno o malo desde una perspectiva política, filosófica o moral- es legítimo. La legitimidad política en democracia se define, precisamente, por referencia a la legalidad; es decir, deriva de la adecuación de principios y conductas a la ley positiva vigente aprobada por un Parlamento democrático como expresión de la voluntad general. Establecer una separación entre legalidad y legitimidad -es decir, sostener que hay principios y conductas legítimos aunque sean ilegales- es un camino seguro para subvertir el orden democrático de Derecho.
En una democracia constitucional, los conflictos políticos se resuelven aplicando la ley y, en su caso, apelando a las instancias jurisdiccionales a las que la ley apodera. La política, en régimen democrático, no puede salirse, especialmente en caso de conflicto, de los cauces que trazan las normas legales.
Desde la Generalitat de Cataluña, diversas voces han cuestionado la legitimidad del Tribunal Constitucional para inconstitucionalizar en todo o en parte un Estatuto de Autonomía aprobado en referéndum por el pueblo catalán. Se acude a un argumento en el que interesadamente se omite la referencia a la legalidad constitucional vigente. De contrario, se ha incurrido en razonamiento similar al quitar legitimidad, sin fundamento alguno en la legalidad constitucional, a un referéndum por la escasa participación ciudadana.
De aceptar -como me parece inevitable- que la legalidad constitucional debe ser el primer y único argumento de todos -si queremos preservar la democracia y su organización institucional, el Estado de Derecho-, el resto del argumentario de los que impugnan la legitimidad del TC no sólo carece de solidez, sino que tiene consecuencias disolventes. En efecto, si aceptamos el argumento de algunos políticos de que el Alto Tribunal, por sus avatares recientes, carece de legitimidad para enjuiciar un Estatuto aprobado en referéndum, también podríamos sostener, a conveniencia y por virtud de avatares similares, que las decisiones y leyes de la Generalitat son ilegítimas y no rige respecto de ellas el deber de obediencia. Y es que la legitimidad del TC y de sus competencias y la legitimidad de la Generalitat y de las suyas, como poderes constituidos, derivan directamente de una misma legalidad: la vigente legalidad constitucional. Si ésta, por las razones extralegales que se aducen, no cubre la legitimidad del TC, tampoco cubre -por las mismas u otras razones también extralegales- la legitimidad de la autonomía que encarna en la Generalitat. Dicho de otra manera: el fundamento de la autoridad del presidente y del Parlamento catalán es el mismo que el de la autoridad de los magistrados del TC, y no cabe prescindir o cuestionar tal fundamento al valorar la actuación del tribunal y alegarlo, en cambio, para otorgar autoridad al Ejecutivo y Legislativo autonómicos. El Parlamento de Cataluña sería un poder ilegítimo si no estuviese amparado por la Constitución vigente. Y ésta inviste al TC de la competencia para enjuiciar la conformidad del nuevo Estatuto al texto constitucional.
Separar la legitimidad de la legalidad es un camino peligroso que garantiza el conflicto, lo hace insoluble y termina por legitimar movimientos antidemocráticos. Después de todo, así empezó a quebrar la II República española. Al margen o contra la Constitución, se puede discutir todo, pero ninguna decisión es legítima, aunque en el ámbito de la libertad política -que la Constitución garantiza- siempre lo sea la aspiración a configurar por medios legales una sociedad diferenciada.
Tal fue el espíritu de la Transición democrática y de la legalidad que alumbró, gracias a la cual el pueblo catalán -como parte singularizada del pueblo español- ha alcanzado más poder real y legal que nunca en su historia moderna a través de un nivel competencial que le permite un amplio autogobierno y también influir decisivamente en el porvenir de España. Hasta ahora -y pese a algunas sombras- ha sido en conjunto para bien. Es más, Cataluña ha sido ejemplo de integración diferenciada en la unidad política española para otros países que tienen problemas de incardinación de regionalismos fuertes que aspiran a alcanzar grados similares de autogobierno. Está por ver que el nuevo Estatuto mejore, a todos los efectos, la situación alcanzada. En todo caso, debe quedar claro que no será el TC en cumplimiento de su función quien frustre el nuevo proceso estatutario cualquiera que sea el sentido de la sentencia que dicte. Para avalar o anular detenta legitimidad en plenitud porque así lo establece la Constitución.
Rafael Arias-Salgado, ex ministro y ex diputado constituyente.