Estatutos y alternativa

Tal vez sea inconstitucional que la Comunidad Autónoma de Andalucía se atribuya en exclusiva la competencia sobre el flamenco. Si su vecina Extremadura recurre el nuevo Estatuto andaluz por este motivo, es probable que el Constitucional nos regale una tarde de gloria cuando dirima el conflicto en una futura y, en todo caso, lejana sentencia. Fuera de este curioso caso de exclusivismo competencial, el texto de lo que será el nuevo Estatuto de Andalucía no parece presentar problemas de inconstitucionalidad.

Desde que el nuevo Estatuto catalán, entre otros dudosos méritos, estableciera los parámetros de inconstitucionalidad que hay que comprobar en los proyectos de reforma estatutaria, la 'check list' para verificar la conformidad de aquéllos con la Constitución consta de las siguientes rúbricas: la definición identitaria, el fundamento jurídico-político del autogobierno, la tabla de derechos, el blindaje competencial frente al Estado, el bilateralismo, la intromisión en materias reservadas a leyes orgánicas, la integridad del poder judicial y la financiación. El nuevo Estatuto andaluz aprueba el examen. Sin brillo, pero aprueba.

Es verdad que este desenlace debe mucho a la decisión del Partido Popular de entablar una negociación sobre el texto enviado al Congreso por el Parlamento andaluz que se ha traducido en la modificación de más de cien artículos. El resultado es un nuevo Estatuto, convertido en constitucional gracias a que ese proceso de negociación le ha privado de densidad jurídica. Por ejemplo, antes de iniciarse el capítulo en el que se recogen con generosidad sin tasa todos los derechos sociales que los andaluces puedan imaginar, el proyecto hace una prudente precisión, introducida por vía de enmienda en el Congreso a instancia del PP, cuando en el artículo 13 advierte de que «los derechos y principios del presente Título no supondrán una alteración del régimen de distribución de competencias, ni la creación de títulos competenciales nuevos o la modificación de los ya existentes».

Puede parecer lamentable que haya que felicitarse por la levedad jurídica de una ley orgánica -que eso es un estatuto-, pero en este caso es mejor así. La propuesta aprobada por el Parlamento andaluz era un vergonzante refrito del texto catalán que levantaba acta del sometimiento de los socialistas andaluces a la necesidad de blanquear el 'nou Estatut'. Con la excusa de atraerse a los andalucistas, el PSOE desestimó la referencia a la nación española, única e indisoluble, como afirma el artículo 2º de la Constitución y, de la misma manera, se defendió desde el socialismo andaluz que la 'realidad nacional' fuera la definición estatutaria de la comunidad autónoma. Al final, el artículo 2º de la Constitución ha emergido en el nuevo Estatuto andaluz, 'la realidad nacional' -que los socialistas querían que figurara 'como sea'- cuelga de una estrafalaria referencia histórica como es el Manifiesto andalucista de 1919, y Andalucía permanece definida como una nacionalidad, eso sí, histórica. El nuevo Estatuto andaluz no configura un Estado dual como ocurre con el texto estatutario catalán, ni reclama títulos propios para fundamentar los poderes de la comunidad autónoma al margen de la Constitución. Incluso cuando en ese preámbulo -de redacción sonrojante- se hincha el significado del referéndum de 1981 por el que la comunidad accedió a la autonomía plena, lo que se recuerda es la utilización de un procedimiento constitucional.

Por eso, la equiparación entre ambos estatutos es un mal argumento. A nadie sorprende que los socialistas por boca de Manuel Chaves se hayan agarrado al acuerdo con el Partido Popular como presunta demostración de que, al final, ellos tenían razón al abrir el melón de las reformas territoriales y que el PP, con este pacto, ha terminado por convalidarlas. La cosa llega hasta el punto de reprochar al PP que no haya hecho lo mismo en Cataluña; es decir, los socialistas censuran a los populares no haber entrado en un acuerdo con aquéllos que pusieron por escrito que nada acordarían con el PP.

Pero como la abrumadora fuerza normativa del odio en Cataluña -desde el Tinell del tripartito al notario de Artur Mas- merece capítulo propio, no hay que seguir por ahí. ¿A qué viene entonces ese empeño de los socialistas andaluces en que lo suyo es como lo de Cataluña? ¿Qué es lo que envidian? ¿Un Estatuto aprobado con la abstención de más de la mitad de los votantes, un juego político regido por la exclusión, un problema lingüístico de crecimiento acelerado o la irrupción de la coacción y la violencia contra los que son designados como enemigos de Cataluña? Y, además, ¿dónde encontraría Chaves un Carod andaluz para que la analogía fuera completa?

Que los socialistas presenten el Estatuto catalán como un soplo de inspiración recibido por los andaluces revela una gran disciplina para mantener un discurso oficial con el que, paradójicamente, el PSOE sigue prestando cobertura a la despreocupada indisciplina de sus compañeros catalanes. Pero esa disciplina tan mal entendida conduce a un camino de destino incierto. Tanto que en Madrid la presidenta de la comunidad autónoma ha decidido que el eje de su propuesta política consista precisamente en no reformar el Estatuto de autonomía, evitando el riesgo de que el 'Estatut' se convierta en la vara de medir, incómoda e innecesaria, de la autonomía madrileña. Ciertamente Madrid no es Andalucía, ni Valencia, ni Baleares. Quizá por ello tiene mucho sentido optar por el marco autonómico vigente y, para neutralizar el famoso 'efecto-demostración', sostener que el nuevo Estatuto catalán lejos de debilitar la posición de la comunidad madrileña, le otorga, por contraste, nuevas ventajas y le abre nuevas oportunidades de atracción social y económica frente al conflicto político, la presión identitaria, el intervencionismo económico y el empobrecimiento cultural en los que se adentra Cataluña con el nuevo Estatuto.

La apuesta negociadora de Javier Arenas y Mariano Rajoy ante el proyecto de Estatuto andaluz ni es una genialidad -tampoco lo pretenden sus protagonistas- ni es una traición como otros la califican ya sea por temor, ya por interés. Es una decisión que busca minimizar el daño de una política como la que está llevando a cabo el Partido Socialista con el objetivo de sacar al Partido Popular del terreno de juego. Pero que esta apuesta sea razonada en el contexto andaluz no la exime de costes. No hay operación política que no los tenga y, en este caso, el PP sabe que, para empezar, tiene que desactivar la utilización que los socialistas van a seguir haciendo del acuerdo estatutario para llevarlo a su molino, que no es otro que el de legitimar la grave fractura política y constitucional que han apadrinado en Cataluña. El reto de Rajoy -y más ahora frente a un menguante Zapatero- consiste en continuar integrando en una propuesta política nacional una gestión diversa del proceso de reforma autonómica.

En ese sentido, y por aquello de aprovechar el impulso del contrario, el acuerdo en Andalucía -como el mantenimiento del Estatuto de Madrid, o la reforma del Estatuto valenciano-, en vez de desdibujar la posición del Partido Popular respecto al Estatuto catalán, debería servir para subrayarla. Debería servir para definir con perfiles más claros aún que lo ocurrido en Cataluña es, de todas las opciones, la que no debería haberse producido y mostrar, en fin, que la diferencia con lo hecho por el tripartito y CiU no consiste en la cantidad de autonomía reclamada, sino que se trata de un salto cualitativo que nada tiene que ver con el desarrollo del Estado autonómico, sino con la ruptura de ese modelo. Hay una buena oportunidad para ello tras la reedición del tripartito catalán y el inicio de un proceso que para dar satisfacción a las pretensiones confederales plasmadas en el Estatuto exige que se modifiquen hasta leyes estatales, ya que en esta paradójica inversión de papeles es el Estado el que tiene que acomodarse a las partes y no al revés.

Ese esfuerzo requerirá disputar a Rodríguez Zapatero y al Partido Socialista la capacidad para marcar la agenda. Rajoy está en condiciones de hacerlo y de fijar eficazmente la iniciativa. La posición política y constitucional mantenida ante las reformas territoriales no queda invalidada como pretenden sus adversarios, sino que se revaloriza con la evolución de los acontecimientos. De la misma manera que dicha evolución permite a Rajoy dotar de contenido a su discurso en torno a la necesidad de un Estado fortalecido y viable. Sobre estos dos componentes puede consolidarse esa referencia alternativa que corresponde al PP como el único partido de oposición que lo puede ser de gobierno.

La relación entre el Estado y las comunidades autónomas no puede ser de antagonismo ni de suplantación pero tampoco es una relación entre iguales. Es preciso un Estado en su sitio, con capacidad para cumplir sus responsabilidades ante todos los ciudadanos. Y si se piensa en lo que significa la solidaridad, la cohesión, la cooperación, la igualdad ante la ley, la efectividad de los derechos fundamentales o la seguridad se verá que impugnar la anorexia del Estado no sólo no entra en contradicción con el modelo autonómico, sino que es el presupuesto indispensable para que el modelo funcione. No faltan ideas para la articulación de una propuesta que habrá de tener el alcance de una reforma constitucional. La reforma convertida en necesaria por la ejecutoria de una izquierda que insiste en asociarse al aventurerismo nacionalista -cuanto más radical, mejor- que en Cataluña recupera su reciente edad de oro, plasmada para la posteridad en aquella foto en el balcón de la Generalidad que se aseguró, otra vez en vano, que no se repetiría.

Javier Zarzalejos