Estatutos y nación soberana

A modo de míticos corceles alados salidos de un imaginario selecto paddock del derecho público, diez eminentes profesores universitarios han proyectado desde lo alto su mirada sobre la que consideran la crisis más grave que sufre el Estado en España desde el año 1978 y, fruto de su visión desde las alturas de la sabiduría, es un documento, «Ideas para una Reforma de la Constitución», que presentado a la opinión pública el pasado mes de noviembre, desde la absoluta solvencia de quienes lo suscriben, cumple con plenitud las condiciones de ser un texto sólido, perfectamente trabado, que evadiendo la artificiosa erudición, se centra claro y preciso en las cuestiones que considera y sus posibles alternativas de solución: oro de muchos quilates en tiempos tantas veces arrastrados por la audaz e indocumentada bisutería verbal.

El documento no se dispersa: fija que lo prioritario es la renovación del pacto territorial, a la vista de las evidentes disfunciones apreciables en el funcionamiento del Estado de las Autonomías, cuya más grave expresión se evidencia en la declaración unilateral de independencia de Cataluña, si bien anota que la exclusiva apelación a la legalidad para resolver la excepcional situación política resulta insuficiente y propone la entrada en una fase de diálogo, siendo en este contexto en el que los profesores manifiestan que se han reunido a iniciativa propia para encarar el debate sobre la reforma del modelo territorial.

Estatutos y nación soberanaAbierta así la puerta de acceso, los firmantes invocan las técnicas propias del federalismo con la finalidad de lograr el funcionamiento coherente e integrado de las diecisiete comunidades políticas con el Estado y, por eso, sin necesidad de configurar a España como un Estado federal, sin embargo acuden a las experiencias de este tipo de Estados para intentar remediar las deficiencias que afectan a nuestro Estado de las Autonomías.

El texto contiene un título, al que denominan «Las reformas en relación a Cataluña», en el que se deslizan, aunque sea en mera mención no desarrollada, temas tan extremadamente delicados como el de una «organización federal del Poder Judicial», que a la postre, aún en ausencia del nombre, son muestra de los intensos tirones hacia la idea de un Estado Federal cuando uno se aproxima a la cuestión de reformar la Constitución que nos rige.

En este punto y tendencia, no cabe ignorar la tesis que en el documento se postula con brillantez, de que los Estatutos de Autonomía pierdan su condición de leyes orgánicas a aprobar por las Cortes Generales, para convertirse en auténticas constituciones territoriales, a aprobar exclusivamente por la respectiva Comunidad Autónoma.

Desde mi punto de vista y siguiendo el debate que los autores estimulan con sus ideas, creo que éste sería un salto cualitativo que desvirtuaría nuestro sistema, sin duda próximo, pero no estrictamente federal; ya que, a diferencia del típico de los Estados Unidos y del histórico de Alemania, tiene un cierto sesgo de artificio que, paradójicamente, explica positivamente alguna de sus peculiaridades.

En el caso estadounidense, unas colonias bajo la misma soberanía del Rey de Inglaterra, que se administraban cada una de ellas con su particular asamblea, un día deciden independizarse y unirse en federación, cediendo a ésta, de común acuerdo, parte de sus potestades.

España, por el contrario, la España liberal iluminada por la Constitución de Cádiz, se constituyó en un Estado único de ciudadanos, centralizado, sin poderes territoriales intermedios y así permaneció –aparte del breve caos federal de la primera República– hasta la Constitución de 1931, que en atención a Cataluña, abrió el melón dispositivo, por el que una o varias provincias limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes que así lo acordaran podrían organizarse en regiones autónomas para formar un núcleo político administrativo, texto cuyo espíritu y parte de su letra fue asumido por la Constitución vigente.

Así, pues, a la inversa que en el caso norteamericano, aquí, en España, ha sido el Estado el que en un momento determinado y ante un problema perfectamente localizado en una parte de su territorio, decidió diseminar sus potestades, pero reservándose, en nombre de toda la ciudadanía representada en el Parlamento nacional, la potestad de controlar políticamente la decisión estatutaria que pudiese adoptar cada territorio.

No hay razón –a mi entender– ni histórica ni política, para alterar esta nota jurídico constitucional de nuestro sistema: las comunidades autónomas no son concebidas en el pensamiento ciudadano como Estados Federados, nadie habla del Estado de la Rioja, del Estado de Extremadura o del de Castilla-La Mancha. Cuando se mencionan estos espacios o cualquiera de los otros diecisiete existentes, nadie piensa en la noción de Estado, sino en la de regiones de este país a las que, desde la voluntad de la soberanía única, se les ha reconocido una autonomía política garantizada por la Constitución, pero cuyo desarrollo particular básico en cada uno de los Estatutos ha de ser sometido al control de aquella soberanía nacional encarnada en las Cortes Generales.

Esto debe continuar siendo así –en mi opinión– no solo por la forma en que se originó el sistema y que determinó su peculiar naturaleza, sino también por conveniencia política a la hora de mantener su racionalidad: España debe sustancialmente el Estado de las Autonomías a las particulares ansias de Cataluña. Sin ellas, es muy probable que ni la República hubiera alumbrado el principio dispositivo ni la Transición lo hubiera ratificado. Pero loado este hecho, ha de reconocerse una cierta artificiosidad inicial en su configuración, que ha llevado a algunas Comunidades a intentar justificaciones de su existencia diferenciada que en no pocas ocasiones son próximas a lo delirante y basta para comprobarlo la lectura de los preámbulos de algunos Estatutos o la danza en torno al bable que se escenifica en Asturias y no hablemos de los proyectos de nuevos Estatutos del País Vasco o de la propia Cataluña remitidos en su día al Congreso.

Nosotros, todos los españoles, la nación soberana que somos representada en el Parlamento nacional, no podemos desentendernos de estas derivas ni dejar su corrección a los ámbitos judiciales, no aptos por definición para adoptar decisiones políticas sin ellos mismos desnaturalizarse.

España, repito, tiene en Cataluña la raíz histórica más profunda del Estado de las Autonomías y, por lo tanto, de los beneficios que para su desarrollo económico y político de él se han derivado, pero debemos ser prudentes y fieles al modelo, sorteando el tentador riesgo de que en el noble afán de encajar a Cataluña, acabemos desencajando a España…

Ramón Trillo, expresidente de Sala del Tribunal Supremo.

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