Este nuevo o viejo mundo de 2018

La superficie siempre ilumina lo que durante un largo tiempo se vive en penumbra. Y aunque a menudo las causas se buscan en lo más profundo, estas suelen ser sencillas. Lo dijo John Steinbeck al narrarnos otra edad de la ira: “Las causas son el hambre en un estómago, multiplicado por un millón; el hambre de una sola alma, hambre de felicidad y un poco de seguridad, multiplicada por un millón; músculos y mente pugnando por crecer, trabajar, crear, multiplicado por un millón”.

No es poco que hayamos repolitizado por fin la desigualdad al haber constatado una disyuntiva clara: o toda la riqueza se concentra en manos de unos pocos, o bien tenemos una sociedad democrática, pero no ambas cosas a la vez. La riqueza de “los menos” frente a la desposesión de “los muchos” nos condujo a una retórica inevitablemente populista. Se trataba del nuevo ritmo de los tiempos: un movimiento sísmico desencadenado en 2016 por el Brexit y la elección de Trump y cuya irradiación ha dejado una estela global a lo largo de este año. Su propagación en 2018, como si de ondas sísmicas se tratase, encarna todo lo que ha cambiado. Aún hoy seguimos sin entender su extraña complejidad; tan solo podemos percibir que sus elementos desencadenantes estaban ahí desde hace mucho tiempo, aunque vivamos con la sensación de que el mundo acaba de pisar el acelerador.

Este nuevo o viejo mundo de 2018Habermas lo llamó “descomposición de estilo trumpiano”, un proceso de degradación institucional y política que ha llegado al Brasil de Bolsonaro, pero también al corazón de Europa. El indisimulado desdén por las reglas del juego democráticas empieza a convertir a algunos países en dictaduras electorales. Es el caso de Hungría y Polonia, nos dice Yascha Mounk, pero también de Turquía, Nicaragua o Venezuela. Este fenómeno además forma parte del corazón de la nueva Rusia. Y lo cierto es que el desprecio por la cultura liberal representa el nuevo fantasma que recorre el mundo.

Sucede en el Reino Unido pos-Brexit, donde el discurso del UKIP ha inocu­lado todo el sistema provocando no solo la realineación del centro-derecha, sino un verdadero corrimiento de tierras de todas las fuerzas políticas, incluido el laborismo oportunista y pusilánime de Corbyn. Ocurre también en la Italia de Salvini, un populista sin complejos que ha dejado en fuera de juego a la tercera economía de la zona euro. Y finalmente ha llegado a España con Vox, la versión ibérica de la verborrea “tóxica” —palabra del año según The Oxford Dictionaries—, cuya retórica ultra comienza a ser el modélico espejo en el que se miran todas las derechas españolas.

Son, sin duda, momentos peligrosos, cuando “el pueblo” toma como fetiche la soberanía y se subleva contra la democracia, pero lo cierto es que algo está fallando en el liberalismo. Su discurso, ciertamente paranoico, ha dejado de ser una vía eficaz para canalizar el conflicto, convirtiéndose en un simple muro de contención frente al populismo de los bárbaros ad portas.

Cuando el objetivo se centra en restablecer un orden que se pensaba inquebrantable, en lugar de hacer examen de conciencia, es inevitable contemplarlo, con el excéntrico John Gray, como a “esos cortesanos desaliñados que huyen de Versalles tras la Revolución Francesa, incapaces de procesar el vuelco que se ha producido”. Especialmente si el meollo del asunto se centra, al parecer, en el presunto analfabetismo, xenofobia y racismo de los votantes. Si es verdad que el pueblo es cada vez menos liberal, también lo es que existe un liberalismo ensimismado, representado por políticos aislados de las sociedades que gobiernan.

Pero democracia y liberalismo son dos caras de la misma moneda: el pueblo y los poderes intermedios forman un todo cohesionado que no pueden entenderse el uno sin el otro. Sin embargo, 2018 nos dejará una polarización más: la que enfrenta a iliberales contra quienes se empeñan en convertir al liberalismo en una ideología defensiva, en mera proclama de trinchera, sin más propuestas que la de mantener el statu quo.

“Posverdad” y “populismo” son las palabras que han orientado los análisis de los últimos años. Y en este 2018 avanzamos también en esta senda cuando aprendimos que Cambridge Analytica, la hidra de las campañas de Trump y del Brexit, se había nutrido con más de 87 millones de cuentas de la red social del angelical Zuckerberg. Es ahí donde de nuevo perdimos la inocencia: ¿Quién diablos controla a los controladores? Así que volvimos a las fake news, a la transformación de la conversación pública, la fragmentación del mundo común, la balcanización de la opinión…, a la colonización, en fin, de la lógica institucional por la cultura troll. Todo ello nos ha ayudado a entender la fragilidad de la democracia y cómo, en palabras de Margaret Atwood, “el orden establecido puede desvanecerse de la noche a la mañana”.

Nos percatamos entonces de que era necesario volver al Contrato Social, a una propuesta que articulase de nuevo algo parecido al interés general ante las fracturas por venir: baby boomers contra millennials, ciudades contra un hinterland cada vez más lejano, lo analógico contra lo digital, con las ruidosas redes sociales desautorizando a unos mediadores crepusculares que pierden su voluntad de dar cuenta del mundo. Y luego está (¡ay!) el triste ego herido de Occidente, que diluye su hegemonía frente a Asia y cuyo temor ante la deslocalización y la merma de competitividad sigue tronando en la famosa y exacta soflama de Trump: “Fui elegido para representar a los habitantes de Pittsburgh, no de París”.

La cuestión no concierne solo al declive de los valores occidentales y nuestra pérdida de influencia sobre el mundo, o que el planeta haya dejado de ser claramente eurocéntrico. Es inevitable preguntarse cómo será el orden global cuando la primera potencia mundial no se gobierne por un sistema democrático, cuando el reto esté en defender nuestros valores frente al desarrollismo autoritario de China, a sabiendas de que las democracias ya no son garantía de crecimiento, estabilidad y bienestar social. ¿Qué hacer, en definitiva, cuando se rompa del todo la virtuosa alianza entre democracia, bienestar y mercado?

La secuencia teórica la inició Thomas Piketty en 2016 con su libro El capital en el siglo XXI: las herramientas conceptuales presentes en el análisis de Marx siguen ahí, perdurando en el año de su 200º cumpleaños. Las lógicas de la dominación económica explican el conflicto político, pero el monstruo de hoy no es ya (o no solo) la fábrica textil explotadora de niños; el monstruo ahora es Goldman Sachs. La utopía marxista que nos dijo que el trabajo se emanciparía del capital ha devenido en su contrario: es el capital el que se ha emancipado del trabajo. Dejamos atrás un año en el que hemos dibujado los contornos de una era postrabajo, con su robotización y digitalización, y un gran dilema: ¿existe un modelo de bienestar para sociedades sin trabajo?

Porque si algo nos ha enseñado 2018 es que esa alternativa no pasa exclusivamente por situar la desigualdad en el centro del análisis político. La voz de los de abajo ha llegado al corazón acústico del sistema para señalar que su juego espacial ya no discrimina entre el centro y los márgenes, sino entre los que permanecen dentro y los expulsados: los que se quedan atrás.

La palabra “desigualdad” no capta la radicalidad de ese movimiento tectónico. No se trata de un sistema atrofiado que orilla a los perdedores en la marginalidad; hablamos más bien de unas lógicas de exclusión que sacan del tablero a los pequeños asalariados: nuestros nuevos excluidos.

Quizá por eso la desigualdad no explica por sí sola la nueva sensibilidad populista. Demasiados temores y fantasías nos hablan de indignidad, de la sensación de no contar nada, de estar fuera. Es el lenguaje que nos acaban de mostrar los chalecos amarillos en Francia, el de unas vidas demediadas donde todas las formas de invisibilidad saltan de pronto con una estruendosa cólera: la nueva manifestación antipolítica expresada con violencia.

Es un camino arriesgado del que también nos advirtió Simone Weil, pues hemos olvidado que “estar arraigado es quizá la necesidad más importante y menos reconocida del alma humana”. Porque se trata de un desarraigo “multiplicado por un millón”: es una casa, una frontera, un muro donde (de nuevo, siempre con Steinbeck) “grabar la esencia misma del hombre y tomar para esta esencia algo del muro”. Una identidad contestada desde todas sus posibles aristas nos conduce a buscar chivos expiatorios: migrantes, refugiados, esa otredad que sentimos como amenaza. Y lo más preocupante es ver que esos conflictos se gestan bajo propuestas populistas que tratan de reforzar nuestra identidad desde una idea reaccionaria y esencialista de lo que somos.

El año 2018 nos ha situado en esa encrucijada, y hemos de dilucidar cómo contestar el avance continental de unas fuerzas ultras que amenazan con ocupar el bastión de la Unión Europea cuando nuestros líderes efímeros nos abandonan: una Merkel en retirada, o un Macron asustadizo y silenciado tras los quebradizos muros de la otrora inexpugnable Quinta República.

Pero Europa, lo olvidamos, no es una mera realidad geográfica, sino el estado de ser de una sociedad cuyo carácter fue siempre descubridor, abierto al mundo, preparado para la batalla y la aventura. ¿Será posible perforar una grieta en esta incipiente descomposición trumpiana de Europa? Quizá debamos mirar a las recientes elecciones de medio mandato de nuestro socio americano, las primeras desde la elección de Trump. Frente a la retórica tóxica que quiebra las líneas rojas del debate civilizado, frente al avance del supremacismo y la rabia incontenida de una América que se dice olvidada, crece en el corazón del Partido Demócrata un lento movimiento de base que articula por fin una resistencia no violenta.

El impulso llegó con el #MeToo y sus claroscuros se han consolidado en un 2018 que nos dejó un hito como el 8 de marzo, una renovada conversación global feminista y una palabra: interdependencia. No la olviden: su carga epistémica será esencial para entender este nuevo o viejo mundo que viene.

Máriam Martínez-Bascuñán

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