No tenemos tradición ni para la llamada novela negra, menos aún para el género de espías. Los maestros sabían de qué escribían. Dashiell Hammett, había ejercido de canalla contratado por los empresarios para dedicarse a romper huelgas, y con toda probabilidad en más de una ocasión se pasó en la paliza. La tapadera era una agencia de detectives en la que estaba empleado. La experiencia debió de ser tan demoledora que de allí salió para cumplir tres cosas que condicionarían lo que le quedaba de vida: escribir novelas, hacerse comunista –lo que le costaría cárcel en los Estados Unidos de la libertad y la guerra fría–, y beber hasta matarse. Tuvo la suerte de conocer a una dama elegante y pija, valiente hasta la osadía, rica del sur, Lillian Hellman, dramaturga de éxito y memorialista imprescindible, que le echó la última mano cuando ya su talento estaba anegado en destilados pero seguía siendo un hombre digno.
El género de espías es un producto de la guerra fría; había precedentes, el gran Eric Ambler, por ejemplo. Cuando David Cornwell, agente operativo en la Alemania dividida toma el nombre de John le Carré, han pasado muchas cosas. Las traiciones de la Central en Londres, donde los chicos guapos se disfrazaban de comunistas. La más selecta high class intelectual trabajaba para el enemigo comunista. Para un lector común pensar que tal o cual personaje se pasa de bando es como un incidente novelístico. Se equivoca por ignorancia. Que Kim Philby, sin ir más lejos, el más grande de los espías probablemente del siglo XX, trabajara para los soviéticos, no tiene nada que ver con la literatura.
Tendemos a ver al gulag, a Guantánamo, a los crímenes que leemos, como si se tratara de textos. No. Son vidas. Que Kim Philby trabajara para el enemigo significó centenares de vidas que con toda probabilidad terminaron fatalmente. La tortura a un espía no tiene nada que ver con lo que la gente cree que es la violencia del Estado. Es la conversión de un ser humano en un desecho capaz de cualquier cosa con tal de que le dejen morir. Siempre entendí que Le Carré no quisiera nunca encontrarse con Philby en Moscú. Lo mismo hizo Graham Greene, otro profesional del servicio de espionaje. Era como embalsamar a los amigos muertos.
Nosotros tenemos muy poco que ver con esto. Nuestros espías, desde los tiempos de Felipe II –acaba de aparecer un libro sobre su espía principal– son muy representativos de un Estado frágil, torpe, con escasos recursos de talento y sin embargo munificente en el pago. En Catalunya nos ha dado por aquel Garbo que parece que consiguió él sólo ganar el desembarco de Normandía, pero no solemos recordar que el eminente hombre de negocios y político Bertrán y Musitu fue el primer jefe de espionaje de Franco durante la Guerra Civil. Producía cierta pena ver el exagerado documental que se dedicó a este Joan Pujol Garbo. Un tipo listo que nunca se enteró de nada que fuera importante. El hombre de la gran operación de engaño británico de la operación de Normandía se llamaba Ted Roberson, capaz de inventarse un póquer con comodín para alcanzar la cima del gran engaño. Nuestro Garbo no tenía ni zorra idea de lo que estaba en juego, felizmente, porque ni los nazis eran idiotas ni nosotros talentos tan distinguidos.
Esta introducción es imprescindible, creo, para situarnos en un restaurante discreto llamado La Camarga, donde una agencia dedicada al trabajo sucio y al cobro limpio, Método 3 (me seduce el nombre), que empezó una pareja y un chaval dentro de toda sospecha, Francisco Marco, con inclinaciones que exigen proveedores, colocaron un florero, ¡un florero con micrófono! Si al difunto Orson Welles le cuentan la historia los hubiera echado de la habitación por falsarios. Con menos, él había hecho la obra maestra de El tercer hombre, sin que fuera suya, y sin una sola chapuza en la impecable realización. (Con Alida Valli. En castigo a un lapsus antiguo me he comprometido a citar a Alida Valli cada vez que me refiera a El tercer hombre. Es lo menos que puedo hacer). O los periodistas somos tontos o disimulamos. Un encuentro entre Alicia SánchezCamacho, que a mí digámoslo en lenguaje machista me parece un esperpento, y una chica que dice haber sido amante de un hijo de Jordi Pujol, experto en este tipo de lances. Se habla de dinero negro, fuga de capitales e incluso violencia de género, con toques de sexo hard. ¿Y el florero? ¿Quién estaba interesado en escuchar lo que no le correspondía? Yo, lo admito, no me reuniría con Alicia Sánchez-Camacho ni en una floristería; me produce una cierta repulsión física que no sé muy bien cómo calificar, si de ideológica o mental.
Pero eso sucedió en el verano del 2010, cuando gobernaba el tripartito y aquel inefable Zapatero. Hasta aquí la historia transcurre en el mejor estilo catalán. No tenemos ni idea de qué va eso del espionaje y los servicios. Los servicios no tienen sexo. Pero por qué esos tipos de Método 3, famosos al parecer por haber sido contratados por un tipejo de aspecto sórdido al que llamaban el nen, que fue jefe de no sé qué del Barca, luego de Convergència y ahora de la Generalitat, creador de un grupo al que se llamaba en el gremio “los mortadelos”, y que responde al nombre de Xavier Martorell, vinculado a esa especie de cofradía de masones católicos que orienta “el rei del pinyol”, expresión intraducible al castellano y que sería algo así, como el ayudante del padrino, en términos sicilianos. Pero resulta que los de Método 3 habían sido contratados, a la sazón, por Pepe Zaragoza, antiguo camillero y luego líder local del socialismo, más conocido entre su gente, ya sea militante o compañera de pernada, como “el sucio”. Cada vez que lo contemplo en un informativo, admito que me produce “pena de telediario”, que diría aquella teórica de las transformaciones profundas en la Catalunya socialista, Montserrat Tura, y es que le veo como alguien que va a hacer algo por lo que habremos de sufrir.
Resumiendo, hay un individuo, factótum de Método 3 al que todos recurren para hacer trabajos que no exigen mayor esfuerzo. Hasta los pobres de las CUP aseguran que los contrataron para ir al registro de la propiedad y saber si un alcalde tenía tales o cuales fincas. (Reconocerán conmigo que la política catalana está alcanzando niveles que aún superan la estupidez de la política mesetaria, para entendernos) Trabaja para José Zaragoza y el PSC, también para Convergència, y nada menos que para espiar a sus propios dirigentes. ¿De verdad estos tipos no deberían ser cesados todos a una y ser objeto de una visita al frenopático, previo paso por el juzgado de guardia?
¿Y la dama? Oh, la dama. Apenas unas horas antes que los servicios del Estado detuvieran a nuestro 007, guardador de los secretos de este pretendido Estado en trance de llegar a Ítaca, se encontró con una dama. Era al mediodía, casi la hora de comer, y la entrevista duró una media hora. Luego ella salió y tras cruzar la calle –hay quien asegura, en su descargo, que cruzó tres calles– se metió en el coche del responsable de los Mossos d’Esquadra, Manel Prat. La escena es más cutre que una operación del inspector Carvallo.
Ella es periodista, Mayka Navarro, y no sé por qué nosotros actuamos como la mafia siciliana y los diarios españoles, ocultando los nombres. Recuerdo que escribió un libro, por llamarlo de alguna manera, una biografía de Magda Oranich; lo que tiene su mérito conseguir echar hacia delante una biografía de tan egregia personalidad. Me esforzaré en ser más claro y contundente en la segunda entrega de este culebrón, aún sin más violencia que el hecho de que todos los coches camuflados de la Policía Nacional, aparcados y sin conductor, en los alrededores del set de esta película de “lladres i serenos”, aparecieron con las ruedas pinchadas. Lo que se llama colaboración entre cuerpos de Seguridad del Estado. No recuerdo una cosa igual desde Palermo y su Brigada Móvil.
Gregorio Morán