Este y Oeste

«La distinción entre Norte y Sur es real e inteligible; nuestra búsqueda finaliza siempre en uno de los dos polos de la Tierra. Pero la diferencia entre el Este y el Oeste es arbitraria; cambia alrededor del globo». Es una anotación manuscrita de Edward Gibbon en su ejemplar de El declive y la caída del Imperio Romano (1788), una obra imprescindible para comprender la visión occidental del Islam. Como del otro lado ha dicho el poeta palestino Mahmoud Darwish, «el Este no es completamente el Este y el Oeste no es completamente el Oeste, porque la identidad está abierta a la pluralidad, no es una ciudadela o una trinchera». Hoy, la tierra gira tan rápido que no acertamos a descifrar sus imágenes, ni a ubicarnos. Por eso es útil congelar algunos fragmentos de la historia.

Nova Roma, refundada por Constantino I en el año 330, capital del imperio romano, allí donde Europa y Asia se encuentran, fue uno de los centros del mundo. En el 529 Constantinopla vivió un acontecimiento extraordinario: la edición del Corpus Iuris Civilis, la recopilación que el emperador Justiniano hizo de las fuentes jurídicas romanas, cuando el derecho era más que el derecho. El Digesto comienza con este texto de Ulpiano: «el derecho es la ciencia de lo bueno y lo equitativo». Jurisprudencia y teología estaban en la base del conocimiento y del orden social. Sólo un siglo después, en un lugar de la península arábiga donde coexistían cristianos y judíos, cerca del conflicto romanopersa, apareció Mahoma. El año 622 fue el de la Hégira y de la Constitución de Medina, un contrato social garante de la convivencia pacífica de las distintas tribus y de la libertad de creencias para judíos y cristianos. A la muerte de Mahoma se recopilaron las suras que constituyen el Corán, la verdad revelada por el arcángel Gabriel al profeta; una guía de conducta en la vida y la muerte; un texto abstracto que presupone la veracidad de la Biblia como revelación profética, aunque niegue la divinidad de Jesús, «hijo de María, enviado de Dios», ya que, frente al dogma trinitario establecido en los concilios de Nicea y Constantinopla, Dios sólo podía ser uno. Los califas pronto ocuparon Siria expandiéndose en Oriente por los territorios persas y bizantinos y en Occidente por la península ibérica. Durante casi ochocientos años entre nosotros, dejaron –luchas territoriales al margen– muestras de valiosa imbricación cultural, desde la arquitectura omeya a la filosofía del cordobés Ibn Rushd (Averroes), también matemático, teólogo, astrónomo, gramático y jurista, o al pensamiento místico del sufí Ibn Arabi, de Murcia. A miles de kilómetros, en el año 999, los jóvenes Ibn Buruni, en el Turkmenistán, e Ibn Sina en Uzbekistán, se carteaban sobre la aplicación a la ciencia de las tesis de Aristóteles, recién traducido al árabe, continuando la obra del lógico Al Farabi, cuya influencia alcanzó a Tomás de Aquino, Maimónides y Dante. El Islam vivió una larga época de esplendor e interacción cultural con otras tradiciones, de China a España, donde, en el Toledo de los siglos XII y XIII, hubo un fructífero flujo de traducciones entre el castellano, el árabe, el hebreo, el griego y el latín. A la Biblia, el Corán y el Corpus Iuris Civilis –los grandes libros de las culturas exegéticas– se añadieron los textos clásicos de la literatura latina, la filosofía griega y el Talmud. Y a la teología y la jurisprudencia se sumaron la metafísica, la filología y la gramática, la medicina, la aritmética, la astronomía, la música, en un continuo filosófico-científico sin fronteras que fue esencial para el advenimiento del humanismo y la modernidad. Así somos.

Utilizando nuestras categorías, los países islámicos si bien han tenido tiempos extraordinariamente «ilustrados», de alta sensibilidad poética y racionalidad, que el propio Gibbon admiraba, es cierto que no han pasado por la Ilustración. El hecho diferencial básico no es tanto el modo de pensar como las formas extrínsecas de la organización del poder: son países que, por razones históricas que trascienden el islamismo aunque tengan que ver con él, no han producido Estados equiparables a nuestras democracias liberales, con su arsenal de instituciones, pesos y contrapesos, que encauzan la voluntad soberana del pueblo en un escenario de pluralidad. Ni han tenido una Revolución Francesa, ni han protagonizado procesos de colonización y emancipación nacional que condujeran, por emulación o contraste, a la formación de Estados sometidos al imperio de un derecho secular. A sus habitantes se les ha negado la capacidad de cuestionar los dogmas y la libertad de relegar lo sagrado al ámbito privado, donde subsisten áreas de grave conflicto, como la posición de la mujer. Dice alguien tan poco sospechoso de ignorancia como el escritor israelí Amos Oz: «La actual crisis del mundo en Oriente Próximo no es consecuencia de los valores del islam. No se debe a la mentalidad de los árabes, como claman algunos racistas. Se debe a la vieja lucha entre fanatismo y tolerancia». Hay que distinguir el Islam de accidentes como el fundamentalismo, la violencia, o la injusticia institucionalizada en el poder, de igual forma que no podemos identificar con las democracias liberales las aberraciones de la explotación colonial, las guerras mundiales, Hiroshima, Auschwitz, o nuestra actual indiferencia ante las tragedias de pueblos menos afortunados.

Comprender y explicar las diversidades no es relativismo, sino compromiso con la realidad. Sólo ese compromiso –la proximidad de la mirada– permite ver los detalles, las sombras que proyecta el sufrimiento ajeno, los infinitos colores más allá del blanco y negro con que creemos ver el mundo como si fuera un tablero de ajedrez. En 1978, Edward Said afirmó en su libro Orientalismo que Occidente había generado una visión caricaturesca de Oriente al servicio de su estrategia de dominación. Aunque la tesis sea discutible, no debe serlo que Oriente y Occidente –lo que arbitrariamente llamamos así– tienen una visión deformada uno de otro, y hasta cada uno de sí mismo, a causa del desconocimiento de sus respectivas historias y de la profundidad de los valores humanos. Toda emancipación comienza por el conocimiento. También la lucha contra la irracionalidad, el fanatismo, la discriminación, la crueldad y la insensibilidad. Quien se crea verdaderamente libre puede tirar la primera piedra; pero sería contrario al principio motor del amor fraterno en nuestras tradiciones comunes. Si «el amor mueve el Sol y las demás estrellas», siguiendo a Dante al final de la Divina Comedia, cómo no habrá de mover los corazones, más ligeros, en todas las direcciones.

Antonio Hernández-Gil, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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