Estertores y balbuceos

El orden político español nacido de la transición hace ya cuatro décadas está muriendo entre estertores esperpénticos. Un nuevo orden, remedando a Gramsci, apenas si se anuncia entre balbuceos. Y mientras los políticos se pelean puerilmente (¡primero tú!) y los autoproclamados padres de la patria truenan amenazantes, la crisis económica de nunca acabar se globaliza, las fronteras se cierran, la civilizada Escandinavia expolia a los refugiados, el terrorismo amedrenta y el sueño europeo amenaza con irse al carajo.

Esperpento. ¿Cómo es posible que un disfuncional presidente en funciones apele a la sensatez y la responsabilidad mientras una nueva trama de corrupción sistémica de su partido, esta vez en Valencia, se revela en toda su desfachatez gracias a la Benemérita? ¿Con Alfonso Rus, presidente de la Diputación y hombre fuerte del PP, como capo de esa mafia, ese mismo Alfonso a quien Rajoy declaraba su incestuoso amor en público, en el 2007, con un “te quiero” subrayado con un “coño”? El mismo Rajoy que se atreve a jugar a Maquiavelo con Su Majestad, espetándole que “ahora no toca” cuando le encomiendan la salvación de España. ¿Con qué legitimidad? Con la de los siete millones de votos con los que se llena la boca el líder popular, olvidando no sólo los cinco y medio de los socialistas, sino los más de ocho millones de Podemos, sus coaliciones y otros diversos partidos cuyos proyectos son diametralmente opuestos a los del Partido Popular. Total, que como él mismo constató, no tiene los votos para gobernar en el Parlamento, y muchos menos en el país, salvo que convenza a todos los temerosos del cambio inducido por los movimientos sociales que han sacudido España. Por eso intenta provocar una rebelión en el PSOE que inhabilite una gobernabilidad opuesta a la suya.

Esperpento. Mientras usted lee esto, se afilan las navajas andaluzas en un piso de Madrid para decapitar a un secretario general que, además de gustarse como presidente, intenta salvar lo que de izquierda le queda al PSOE porque sabe que de entregarse en manos de los corruptos, o dejarles que continúen por omisión, tiene los años contados. El ejemplo griego, pero también el alemán, corroboran su diagnóstico. De modo que la posibilidad de que la derecha corrupta continúe depende de que el aparato sureño del PSOE consiga desestabilizar a su propio partido aunque sea condenándose a una oposición en la que será aún menos creíble que las fuerzas insurgentes. Y es que la herencia histórica del principal partido de la izquierda española durante el siglo XX se ha ido atrofiando por su desconexión con los jóvenes, su incapacidad de aceptar la plurinacionalidad de España y su atrincheramiento en el clientelismo de peonadas por votos en las regiones más pobres. La reedición del caciquismo tradicional, desnaturalizando una gloriosa historia, también tiene los años contados, aunque algunos de sus líderes aún tengan la esperanza de que les dure la herencia un poco más para ser invitados al festín Carpe Diem de los privilegiados que no se resignan a perder sus prebendas.

Esperpento. Con una mayoría de los ciudadanos de las nacionalidades históricas reclamando su derecho de autodeterminación, se estigmatiza ese clamor como secesionismo y se amenaza con la Constitución, contribuyendo así a deslegitimar la Constitución en lugar de reformarla para adaptarla a una sociedad muy distinta de la transición. Nada de inspirarse en experiencias democráticas como las de Escocia o Quebec, o en el debate abierto en Bélgica. España es diferente. Y en verdad lo es, porque son siglos de centralismo absolutista que liquidó violentamente los proyectos de coexistencia. La puerta entreabierta de la transición se ha ido cerrando en los últimos años, provocando una exacerbación de conflictos que pueden poner en cuestión España como país si sólo lo es por la fuerza.

Balbuceos. Los movimientos sociales y la irrupción de unas generaciones que no se resignan a la corrupción y al monopolio bipartidista del poder han desintegrado el orden político existente, no sólo mediante la emergencia del cuatripartidismo imperfecto, sino a través de la fragmentación del sistema político en múltiples configuraciones y alianzas en territorios diversos. Podemos es la expresión más visible de esta transformación, pero en modo alguno controla Podemos el movimiento del que forma parte.

Su victoria electoral, atenuada por una ley antidemocrática, resulta sobre todo de la creciente hegemonía de fuerzas alternativas en Catalunya, Euskadi, Valencia, Madrid, Galicia, Baleares, fuerzas que son autónomas y que pueden participar en alianzas con Podemos, pero no sin un proyecto negociado. Ese proyecto de cambio político tiene algunos puntos comunes, como la lucha contra la desigualdad y la batalla contra la corrupción. Pero en muchos otros temas, y en particular en lo referente a la autodeterminación, es un proceso abierto de debate, en el que hay frecuentes contradicciones y desencuentros. Porque es la naturaleza de todo lo que empieza desde la sociedad y no acepta encorsetarse en la política. Por eso los políticos tradicionales temen a Podemos. No porque sea bolivariano (que no quiere decir nada), sino porque es el signo de una irrupción política de los actores del cambio social en toda su diversidad de orígenes y proyectos. Todavía no saben lo que son, aunque lo van descubriendo, pero sí lo que no quieren. O sea, el orden político actual al servicio de las élites económicas, las burocracias políticas y la ideología de la España única. De ahí que el cambio es más profundo, por eso Iglesias desafió a Sánchez para hacer un gobierno del cambio real, no una coalición parlamentaria. Aunque el balbuceo fuera poco afortunado.

Y si todo acaba en otras elecciones, se repetirá la historia, pero cada vez más como farsa, hasta que la nueva política rompa aguas.

Manuel Castells

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