Esto es Estados Unidos

Damon Winter/The New York Times
Damon Winter/The New York Times

Joe Biden parece estar a punto de ganar la presidencia de Estados Unidos, pero su victoria no será aplastante. Y eso está bien. Un triunfo es un triunfo y el margen de ese triunfo tan solo hace más dulce la victoria. Los demócratas pueden y deberían celebrar este triunfo si, en efecto, llega a ocurrir.

Y, a pesar de todo, muchos de nosotros estamos decepcionados, con justa razón. Es probable que los republicanos mantengan el control del Senado, lo cual provocará que la promulgación de una legislación progresista sea casi imposible. Algunos políticos odiosos como Mitch McConnell y Lindsey Graham fueron reelegidos. Aunque Biden probablemente ganará más votos que cualquier otro candidato presidencial, el solo hecho de que el presidente Donald Trump haya sido un contendiente es una desgracia. El hecho de que Trump haya recibido más de 70 millones de votos es una desgracia. Y es un hecho que habla mucho de este país y que demasiada gente se niega a enfrentar.

Esto es Estados Unidos. No es una aberración. En efecto, es nuestro país y quienes somos, el proverbial “nosotros”. No debería ser ninguna sorpresa la manera en que se desarrollaron estas elecciones, si has prestado atención o si entiendes de racismo y qué tan sistémico es en realidad. Las encuestas pueden representar muchos factores importantes pero, si no preguntan hasta qué grado el racismo motiva a los votantes —y encuentran la manera de obtener respuestas honestas sobre este tema—, nunca podrán representar este problema.

Algunos partidarios de Trump están orgullosos de su afiliación política. Asisten a sus mítines. Andan en autos cubiertos de afiches, banderas y otra parafernalia de Trump. Alardean con arrogancia sobre Estados Unidos, el orgullo y el nacionalismo. Son los sujetos de perfiles serviles que buscan explicar sus tendencias electorales como el resultado de una “ansiedad económica”, como si fueran trágicamente incomprendidos. No lo son. No tenemos ninguna duda de quiénes son.

Y luego están los otros simpatizantes de Trump, los que sienten vergüenza. Los que quieren lucir sofisticados. Los que quieren ser invitados a todas las buenas fiestas. Mienten en las encuestas. Les mienten a sus familiares y amigos. Y cuando llenan las boletas, por fin dicen la verdad. Ese es su derecho. Vivimos en una democracia, o al menos decimos que es así.

Los próximos meses, sé que escucharé una gran cantidad de discursos políticos delirantes. Me imagino que los comentaristas intentarán comprender cómo concluyeron las elecciones de 2020 y por qué ocurrió así. Habrá demasiados liberales blancos obsesionados con las primeras encuestas de salida que indiquen que el 20 por ciento de los hombres negros y una cantidad significativa de las amplísimas categorías de latinos y asiáticos votaron por Trump. Harán esto en lugar de reflexionar sobre el aumento en la cantidad de mujeres blancas que votaron esta vez por el presidente y cómo los hombres blancos siguen siendo el sector demográfico más importante de su base. Dirán que, una vez más, las mujeres negras salvaron a Estados Unidos de sí mismo, lo cual hicimos, claro está, aunque algunas cosas no merecen la salvación.

Muchos dirán que la política identitaria —la cual, en sus mentes, significa que los demócratas se enfocan en las experiencias de la gente marginada, y a algunos les parece de mal gusto— evitó que Biden ganara por un margen más amplio. Tal vez estén en lo correcto, pero no por las razones que ofrecen. No hay política identitaria más importante que la de la gente blanca que intenta construir cortafuegos alrededor de lo que queda de su imperio mientras la demografía de este país sigue cambiando.

Estados Unidos no está unido para nada. Vivimos en dos países. En uno, la gente está dispuesta a enfrentar el racismo y la intolerancia. Reconocemos que las mujeres tienen derecho a tener autonomía sobre su propio cuerpo, que todos los estadounidenses tienen derecho a votar, derecho a recibir atención médica y derecho a percibir un salario mínimo justo. Comprendemos que este es un país de abundancia y que la única razón que explica la existencia de una desigualdad económica es un rechazo continuo de parte del gobierno a cobrarles impuestos proporcionales a los ricos.

El otro Estados Unidos está comprometido a defender la supremacía blanca y el patriarcado cueste lo que cueste. Sus ciudadanos son personas que creen en las teorías conspirativas de QAnon y consideran que la desinformación de Trump es el evangelio. Perciben a Estados Unidos como un país de escasez, donde nunca habrá suficiente de nada, así que cada hombre y mujer debe valerse por sí mismo.

No les interesa lo colectivo, porque creen que cualquier éxito logrado en virtud de su privilegio blanco ocurrió en virtud del mérito. Consideran la igualdad como opresión. De hecho, están tan aterrorizados que cuando se contaron los últimos votos en Detroit, un grupo de ellos llegó en manada al lugar gritando: “Detengan el conteo”. En Arizona, otros llegaron en manada al lugar gritando: “Cuenten los votos”. Los ciudadanos de esta versión de Estados Unidos tan solo creen en la democracia que les beneficia a ellos.

No sé cómo superaremos este momento. Por supuesto que soy optimista. Me emociona que Kamala Harris sea la primera vicepresidenta negra. Me emociona que Biden no gobernará ni legislará por medio de las redes sociales, que es competente y que tal vez no lidere la revolución, pero, sin duda, liderará al país.

También estoy preocupada. Me preocupa cómo afectará el incremento de jueces nombrados por Trump a los derechos al voto, la libertad reproductiva y los derechos civiles de la comunidad LGBTQ. Me preocupa que mi matrimonio esté en peligro. Me preocupa que la policía siga actuando como si las vidas de las personas negras no importaran y cometa asesinatos extrajudiciales con impunidad. Me preocupa que los abismos profundos entre los pobres, la clase media y los ricos se ensanchen todavía más. Me preocupa que haya tanta gente tan cómoda con sus vidas que no le importan estos problemas.

Seré sincera. Los últimos cuatro años han destrozado mi fe en casi todo. Me siento ridícula de tan solo decirlo. Me siento ridícula de haber tenido tanta confianza en la victoria de Hillary Clinton, de haber creído que, si una persona terrible era elegida a la presidencia, el sistema de controles y equilibrios iba a minimizar el daño que podría hacer. Desde la elección de Trump, lo hemos visto a él y al Partido Republicano ejecutar sus planes de forma sistemática e implacable. Han desmantelado las normas democráticas con vigor. Hemos visto un desfile interminable de horrores, desde las familias separadas en la frontera mexicana y una economía destrozada hasta un gobierno completamente insensible frente a una pandemia que sigue haciendo estragos en el país. Y la lista sigue y sigue. La atrocidad tan solo engendra más atrocidad.

Al mismo tiempo, los últimos cuatro años me han llenado de energía. Me han movido más hacia la izquierda desde la comodidad de la centroizquierda. Me he vuelto más activa y comprometida en mi comunidad. Veo que mis posturas sociopolíticas han cambiado para convertirse en valores progresistas verdaderos. No soy la misma mujer que era y estoy agradecida por ello, aunque odie lo que me trajo hasta aquí.

Durante gran parte del ciclo electoral de 2020, muchos de nosotros queríamos que cualquiera excepto Donald Trump fuera el presidente, porque literalmente cualquier otra persona sería una mejora. Dejó la vara muy baja, hasta el subsuelo. A medida que el campo democrático se reducía, hubo tiempo de considerar quién iba a servir mejor al país pero, aunque encontramos a nuestros candidatos preferidos, era claro que sacar a Trump del cargo iba a ser solo el inicio del trabajo. Ahí se encuentra el país. El estado de este país mejorará cuando Joe Biden sea nombrado el cuadragésimo sexto presidente de Estados Unidos —si lo llega a ser—, pero muchísimas cosas seguirán exactamente igual si no nos mantenemos tan comprometidos a progresar durante su gobierno como lo estuvimos durante el de Trump.

Esto es Estados Unidos, un país con una división profunda y una inmensa cantidad de defectos. El futuro de este país es incierto, pero no es un caso perdido. Estoy lista para pelear por ese futuro, sin importar qué nos depare. ¿Y tú?

Roxane Gay es columnista de Opinión.

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