Estupidez, honradez y desesperación

Tenemos una extraña tendencia a jugárnosla cuando se trata de cuestiones de salud. El ejemplo más claro es que todavía hay muchos que fuman a pesar de ser conscientes de los peligros que tiene engancharse al tabaco. Demasiadas veces optamos por ignorar voluntariamente la realidad en beneficio de una duda que el sentido común nos desaconseja. Es más evidente cuando hablamos de medidas que, en teoría, tienen el objetivo de curar o proteger: somos capaces de tragarnos cualquier píldora por poco que nos la presenten en un envoltorio atractivo.

Regirnos por la ley del ¿y si funciona? no parece una estrategia demasiado sensata. Y sorprende que esta proclividad a comulgar con ruedas de molino sea independiente de nuestro nivel educativo: hay mucha gente con títulos universitarios que toma suplementos por déficits vitamínicos que no tiene o se somete a dietas basadas en principios tan aleatorios como la inicial del nombre de los alimentos que deben evitarse. ¿Por qué nos dejamos engañar por el primer vendedor de humo que nos propone una solución, por fantasiosa que sea, al problema que nos preocupa?

Hay varios culpables: la habitual estupidez humana, la poca honradez de algunos avispados y a menudo, por desgracia, la terrible desesperación de quien está enfermo.

Pensaba en esto leyendo estos días el caso de Celltex Therapeutics, una compañía de Tejas que vende tratamientos de células madre. El nombre empezó a sonar el año pasado por su relación con el gobernador Rick Perry, que no solo le ha apoyado públicamente sino que ha confesado ser cliente. El problema es que las terapias «revolucionarias» que ofrece Celltex no se han sometido a los controles de calidad y seguridad necesarios. La semana pasada, la revista Nature destapaba los pagos que Celltex había hecho a unos médicos para que inyectaran estas células a sus pacientes con la excusa de ser parte de un ensayo clínico para probar su eficacia. El pretendido estudio no había sido aprobado por ninguna autoridad competente y, además, costaba a los pacientes hasta 25.000 dólares por tanda. Pensamos que este tipo de irregularidades solo se ven en clínicas clandestinas escondidas en callejones oscuros de algún rincón de Asia (que también existen), pero la realidad es que en los países civilizados encontramos un montón de ejemplos.

Aprovechados siempre los habrá, pero la falta de ética es un síndrome que un fajo de billetes puede provocar también en profesionales que han hecho el juramento hipocrático, y esto es más grave. Un médico que ha participado en el negocio de Celltex admitía que no podía demostrar científicamente que las inyecciones funcionaran y se excusaba diciendo que, en el peor de los casos, todo lo que podía pasar es que no tuvieran ningún efecto. Aparte de poco honorable, esto es falso, ya que algunos de estos tratamientos ilegales han causado complicaciones graves.

Lo más triste de todo es el abuso de personas en situación vulnerable. Al hijo de un compañero de trabajo, de veintipocos años, le diagnosticaron hace unos meses un tumor cerebral incurable. Es imposible entender qué se debe sentir cuando te sentencian a muerte antes de que hayas podido comenzar realmente a vivir. Su respuesta, muy natural, fue luchar con todas las armas que tenía al alcance. La medicina no le podía ofrecer ninguna, así que comenzó a probar las terapias alternativas que iba encontrando en internet, lo que no deja de ser especialmente irónico si tenemos en cuenta que su padre es un prestigioso hematólogo que lleva años investigando para encontrar nuevos tratamientos para el cáncer. Un curandero le impuso las manos a cambio de unos cientos de libras por sesión, un dietista le recomendó un régimen de queso fresco y ahora se toma un aceite de cannabis que importa de Canadá a precio de oro.

No dudo de que más de uno de estos personajes debe creer que lo que predica es cierto. Tenemos que confiar en la buena voluntad de la gente, pero hasta cierto punto. Todos ellos saben perfectamente que no existen datos que confirmen los efectos positivos de ninguno de estos tratamientos. Además, no hay ningún mecanismo lógico detrás que pueda explicar su pretendida efectividad y las únicas pruebas que pueden aportar son del tipo «conozco a una persona a la que le fue muy bien». Los científicos insistimos en que esto no es suficiente, que antes de concluir que un producto tiene una acción beneficiosa se necesitan años de estudios serios para asegurarnos de que no nos equivocamos. Y la mayoría de la gente también es consciente, pero si la motivación es lo suficientemente fuerte prefiere olvidarlo.

Nadie puede predecir qué haría en una situación límite como esta. Es comprensible que un enfermo grave se aferre a cualquier fábula que le expliquen: preferir la esperanza a la razón puede ser la única alternativa aceptable. Lo que no deberíamos tolerar de ninguna manera es que cuatro avispados, con o sin título, hagan el agosto a partir de las tragedias de los demás.

Por Salvador Macip, médico e investigador de la Universidad de Leicester.

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