La polémica sobre el final de ETA evidencia la enorme responsabilidad que políticos y formadores de opinión tienen en la materialización de ese horizonte. Tanto destacados políticos entre ellos el propio presidente del Gobierno como influyentes medios de comunicación han alentado erróneas interpretaciones sobre las intenciones de un movimiento terrorista en el que Batasuna sigue aceptando sumisa la disciplina de ETA. Aunque es cierto que el elevado coste que el terrorismo le supone al partido ilegalizado ha generado tensiones con la banda, la adhesión a ETA se mantiene, sin que la continuidad del terrorismo haya sido cuestionada de manera genérica. Las diferencias en torno a la utilidad del terrorismo resultan ser más bien de conveniencia táctica, constituyendo todavía un elemento fundamental de la estrategia terrorista cuya completa desaparición Batasuna evita plantear. Sin embargo, algunos periodistas y políticos han aceptado la propaganda terrorista trasladando una imagen distorsionada de las verdaderas intenciones de ETA y Batasuna. Así ha ocurrido al dar crédito una vez más a las interesadas manifestaciones de dirigentes que vienen escenificando una aparente pero inexistente separación de la organización terrorista.
Con manifiesta torpeza y ausencia de responsabilidad profesional se ha dado credibilidad a las declaraciones de terroristas que no dejan de recurrir a la propaganda para intentar aliviar la profunda crisis en la que se encuentran. Como si el rigor profesional no obligara a desconfiar de fuentes tan interesadas, se han llevado a primera página opiniones del entorno de Batasuna que además han encontrado respuesta por parte de actores democráticos. De ese modo, al ensalzarse la supuesta novedad de una simulada oposición a ETA en el caso de que volviera a matar, se ha manipulado el debate sobre su final. Por un lado se ha ignorado que las fórmulas verbales de distanciamiento con ETA no son una novedad y que en el pasado nunca han sido incompatibles con la sumisión de Batasuna a los dictados terroristas: en 1999 los representantes políticos de ETA firmaron un pacto de legislatura en el que «reiteraron» su «apuesta inequívoca por las vías exclusivamente políticas y democráticas para la solución del conflicto»; en 1998 Otegi aseguraba que «si ETA tuviera la tentación de emplear la violencia para imponer un modelo político y social, seríamos los primeros en denunciarlo».
Al mismo tiempo, se ha ignorado que las declaraciones provenientes del entorno radical asegurando su presencia en las elecciones en absoluto confirman una negociación entre el Gobierno y Batasuna. Diversos son los factores que pueden explicar la lógica desconfianza hacia el Gobierno en esta cuestión, pero ninguna la evidencia irrefutable que confirme que se ha vuelto a incurrir en el error de la primera legislatura de Zapatero. Sin embargo, la tergiversación de las motivaciones terroristas y la publicidad que han recibido sus pronunciamientos han incrementado las sospechas. El precedente de la anterior negociación, negada en público mientras se realizaba en privado, favorece la desconfianza, obligando al Gobierno a redoblar sus esfuerzos para que su declarado compromiso con una política antiterrorista de firmeza cobre mayor credibilidad.
Con este fin el discurso gubernamental podría fortalecerse si enfatizara con claridad principios fundamentales de una política en la que no debe haber el menor atisbo de concesiones a Batasuna, siendo precisamente esta negación de expectativas de éxito la que estimula el final de ETA. Oportuno resultaría subrayar que la ilegalización de Batasuna no puede eludirse con meras fórmulas verbales, por muy contundentes que aparenten ser. Como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos constató en 2009, la ilegalización no obedece únicamente a la negativa de condenar el terrorismo, que también, sino al hecho de que Batasuna ha incitado a recurrir a la violencia, ha propuesto un proyecto político que no respeta las reglas democráticas, y ha perseguido la destrucción y el desprecio de los derechos y libertades que la democracia reconoce.
A la luz de dicha sentencia, no es exagerado pensar que solo en un contexto en el que ETA haya desaparecido por completo podrá considerarse si es posible la participación en democracia de una nueva formación independentista que condene el proyecto político ilegalizado. La gravedad de los actos perpetrados durante décadas exige una intransigencia democrática imprescindible para garantizar que la violación de derechos humanos no reporte beneficios políticos. El pragmatismo político, que a menudo se utiliza para justificar medidas de tolerancia hacia Batasuna en la creencia de que solo así llegará el final de ETA, es precisamente el que aconseja lo contrario, o sea, una política de tolerancia cero contra el terrorismo y la ideología que lo alimenta. Si el Estado admite a Batasuna en el sistema sin la desaparición de ETA, perderá su mejor baza para lograr el final del terrorismo. Las dinámicas terroristas demuestran que si Batasuna obtuviera su legalización mientras mantiene la presencia coaccionadora de ETA, se desincentivaría la renuncia a la amenaza de violencia, pues habría resultado útil. Otras experiencias terroristas confirman que la erradicación del terrorismo se ha visto obstaculizada por la disposición de actores democráticos a recompensar cesiones que fueron presentadas como necesarias para la finalización de la violencia, pero que, en cambio, reforzaron un relato legitimador de la misma asegurando su perpetuación.
De ahí que, al plantearse el fin de ETA, la categórica negativa a aceptar la impunidad de los crímenes terroristas, en el presente o en el futuro, emerja como otra importante exigencia. Constituye además un útil factor para reforzar la confianza mutua entre el Gobierno y la oposición. Las sospechas, algunas razonables, otras infundadas, sobre la repetición del diálogo entre el Gobierno y ETA dañan el necesario consenso antiterrorista, pero también neutralizan la desmoralización y el desistimiento de activistas que ante la expectativa de una hipotética negociación eluden el abandono del terrorismo debido a las dificultades personales que entraña. El Gobierno, a pesar de la determinación y eficacia de su política antiterrorista desde la ruptura de la negociación, debería ser consciente de su déficit de credibilidad a causa de aquella iniciativa que ninguna autocrítica ha motivado. En este sentido, ilustrativo resultaba el comentario de Gara días atrás: «Después de que delegaciones de la izquierda abertzale hayan hablado con partidos y directivos de medios de comunicación del Estado, sale el portavoz parlamentario del PSOE diciendo que no hay que reunirse bajo ningún concepto con Batasuna».
En estas circunstancias es necesario prescindir de elucubraciones sobre un final de ETA del que se desconoce el momento en que se materializará, y que, por tanto, reclama paciencia y constancia en la firme aplicación de la política antiterrorista. La incuestionable debilidad de ETA no es sinónimo de una inmediata desaparición del terrorismo, constatación que exige de políticos y formadores de opinión una mayor responsabilidad en su tratamiento. El interés táctico de Batasuna por eludir los costes de la violencia y por rentabilizar la especulación sobre el final de ETA seguirá motivando argucias propagandísticas con las que los representantes políticos de los terroristas intentarán provocar fisuras en la política antiterrorista que les ha llevado al límite de su derrota. El desprecio de esas tácticas y la inequívoca adhesión a una exigencia innegociable, como la desaparición de ETA, sin ningún tipo de impunidad o de privilegios para Batasuna constituyen la mejor respuesta para evitar obstáculos en el final del terrorismo.
Rogelio Alonso. profesor de Ciencia Política. Universidad Rey Juan Carlos.