ETA y el espíritu de la Transición

ETA abandonó la violencia terrorista en octubre de 2011. Las causas de ese abandono se han explicado ya en muchas ocasiones. Zapatero y su Gobierno se arriesgaron enormemente al abrir el proceso de paz y ofrecer a ETA una oportunidad irrepetible de cerrar su trayectoria de una forma mínimamente digna. ETA, sin embargo, no supo aprovechar esa oportunidad y rompió el proceso con el atentado de la T-4 en diciembre de 2006. Los vascos entendieron que la principal resistencia a un final negociado procedía de ETA y no del Estado. Asimismo, los políticos de Batasuna llegaron a la conclusión de que con una ETA que siguiera practicando la violencia terrorista, se quedaban sin futuro; por ello, creyeron llegado el momento de cambiar de estrategia para concentrar todos los recursos en vías políticas pacíficas.

La debilidad operativa de los terroristas tras la ruptura del proceso no hizo más que reforzar esta posición. Los espectaculares resultados electorales de EH Bildu en las elecciones autonómicas de 2012 fueron la confirmación definitiva de que la izquierda abertzale podía llegar más lejos con los votos que con las balas. Fue esta divergencia entre la rama armada y la política la que acabó forzando a una ETA terminal a abandonar definitivamente la violencia.

Ante el fin del terrorismo, el Gobierno de Rajoy ha optado por el inmovilismo absoluto, cuando no por endurecer aún más la situación. Cada vez que ETA ha dado un paso, la respuesta de la derecha ha consistido en elevar el listón de las exigencias para evitar enfrentarse al problema. Así, en lugar de intentar alcanzar una solución ordenada, que cierre para siempre el conflicto, no solo no se han acercado los presos al País Vasco (lo cual depende de una mera decisión administrativa), sino que se ha bloqueado la vía Nanclares de reinserción, se ha presionado a Noruega para que expulse de su territorio a los líderes de ETA que estaban en contacto con la Comisión Internacional de Verificación y se está haciendo todo lo posible para que el pleno del Consejo de Europa no tumbe la cuestionable doctrina Parot. A todo esto debe añadirse la absurda situación que supone la permanencia de Arnaldo Otegi en prisión.

Creo que la política antiterrorista que está siguiendo el PP es profundamente errónea. Teniendo en cuenta el historial de quienes están al frente del Ministerio de Interior, no cabía esperar algo muy distinto. El Gobierno parece guiarse en mayor medida por consideraciones electoralistas y prejuicios ideológicos que por sentido de la responsabilidad. Su obligación, sin embargo, consiste en superar para siempre lo que era la principal anomalía de la democracia española. No se olvide que no hay ningún país desarrollado y democrático que haya sufrido una campaña terrorista tan prolongada como España. Ha llegado el momento de poner punto final a esta historia.

En la Transición, cuando en junio de 1977 se convocaron las primeras elecciones democráticas, los únicos que decidieron rechazar el nuevo sistema político fueron ETA, el GRAPO, las tramas ultraderechistas e importantes sectores del Ejército de querencia golpista. Poco a poco se fue reconduciendo la situación. El golpismo desapareció a finales de los años ochenta y el GRAPO a finales del siglo pasado. Parece que el tiempo de ETA ha acabado también. Es la hora, pues, de cerrar la última herida que queda del proceso político iniciado tras la muerte de Franco. Se trata de restaurar la normalidad política en el País Vasco, lo cual requiere resolver de una vez por todas los problemas de los presos y las armas. Solo entonces podrá decirse que ETA forma parte del pasado y solo entonces podrá la izquierda abertzale integrarse completamente en el sistema político.

Para ello, para cerrar esta herida aún abierta, creo que deben seguirse los mismos principios que informaron el periodo de la Transición. En aquellos años se actuó con gran generosidad: salieron de la cárcel los presos políticos, incluso los que tenían delitos de sangre, y las fuerzas de la oposición (la izquierda, los nacionalistas y grupúsculos liberales y democristianos) renunciaron a pedir cuentas a los dirigentes del franquismo por la represión y por las violaciones sistemáticas de los derechos humanos más básicos cometidos durante la dictadura. A cambio de esta especie de perdón generalizado, que desde un punto de vista rigorista podría ser considerado un acto de traición, se sentaron las bases de un régimen inclusivo del que todos pudieran sentirse partícipes. Mientras escribía estas líneas, EL PAÍS publicó un artículo breve de Jesús Egiguren, una de las personas que más ha hecho por la paz en España, en el que reclamaba justamente volver al espíritu de la Transición para resolver el final de ETA.

No entiendo bien la hipocresía de la derecha, que se niega a revisar las responsabilidades penales y políticas por el pasado franquista, pero que se llena la boca con el Estado de derecho cuando toca hablar de ETA. Y tampoco entiendo la doblez de mucha izquierda que pide un acuerdo negociado con los etarras y generosidad en la cuestión de los presos, pero que luego exige el máximo rigor penal contra los franquistas.

A mi juicio, solo hay dos posturas coherentes. Por un lado, la de quienes creen que no hay que hacer apaños nunca, ni con los franquistas ni con los etarras. Para ellos, la aplicación ciega y literal de la justicia está por encima de la convivencia política. Por otro lado, la de quienes pensamos que en aras de dicha convivencia, en ocasiones conviene, para garantizar un régimen político inclusivo, con bases sólidas, integrar a todas las fuerzas, aun si eso supone tener que forzar algo ciertos principios de justicia.

Lo extraño es que estas dos posturas, que he llamado coherentes, son muy minoritarias. En el debate público, las posturas dominantes son más bien las “incoherentes”: quienes se muestran comprensivos con el franquismo, pero intransigentes con ETA; y quienes son comprensivos con ETA, pero creen que el pecado original de la Transición fue el perdón a los franquistas.

Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Sociología de la Universidad Complutense.

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