ETA y el proceso de confusión

Carlos Martínez Gorriarán (ABC, 05/10/05).

Hace poco más de dos años, pocos dudaban de que ETA estaba al borde del fin, gracias sobre todo a la eficacia del Pacto por las Libertades; francamente, no acabo de comprender por qué tantas de esas opiniones han girado 180 grados, hasta sostener que ahora estamos peor que nunca, con la banda a punto de triunfar gracias a la traición. No hemos sufrido ningún asesinato etarra desde mayo de 2003. ¿Es el cambio de gobierno el que ha precipitado ese vuelco?; ¿la sustitución del PP por el PSOE es una prueba irrefutable de la victoria de ETA?; ¿es Gregorio Peces Barba peor que Josu Ternera? Cierto es que ese giro de la opinión complementa al de quienes sostienen que negociar con los terroristas no sólo es el colmo de la virtud política, sino un mero asunto de talante e ingenio desinhibido: Otegi es un pacifista; Batasuna, un posible aliado; LAB, un socio a cortejar.

Lo que sí muestra este cambio de opinión es que el Pacto entre el Partido Popular y el Partido Socialista fue más bien la consecuencia extraordinaria y provisional de la presión ciudadana. El sistema democrático empuja a los partidos -y a la prensa que les apoya, las empresas beneficiarias y las distintas clientelas- a la colisión y al enfrentamiento. Hay poquísimos pactos, si los hay, resistentes a la tentación de explotar las desgracias del rival. Dejemos ahora las circunstancias que dieron la victoria a José Luis Rodríguez Zapatero en detrimento de Mariano Rajoy; lo que importa es que, de paso, volaron por los aires el quebradizo consenso entre el PSOE y el PP. La voladura ha dejado paso franco a una impresión inquietante: para algunos, demasiados, la derrota o la victoria de ETA no son otra cosa que un dato coyuntural, útil para atizar al contrario. El terrorismo y sus consecuencias dan más o menos lo mismo. Importa otra cosa: ¿puede aprovecharse para atacar al Gobierno o acosar a la oposición? Igual parece exagerado, pero ¿cómo entender que algunos consideren peor que no haya asesinatos, o que reclamen ese avance durísimo, elemental y colectivo, como un éxito partidista?

España es un país tendente a los bandazos cainitas y admirador de la picaresca. Los que ayer eran héroes hoy son traidores, y los últimos de la clase aspiran con naturalidad a la matrícula de honor. La ecuanimidad, el rigor y la coherencia crítica tienen aquí poca prensa, pero se aplaude el sectarismo más paranoide. Los mismos que el domingo afirman que el terrorismo nacionalista es un fantasma despreciable proclaman el martes su victoria. Ha pasado con los últimos bombazos etarras, que han dejado en evidencia tanto a quienes proclamaban -y siguen igual- que ETA no atenta porque el gobierno traidor se ha rendido como a los diseñadores de inútiles e indecentes mesas para una negociación imposible. La bomba y el último anónimo etarra dejan todo donde estaba: no hay mucha base para creer que la banda haya optado por la eutanasia.

Es cierto que el gobierno Zapatero ha levantado el pie del acelerador que el gobierno Aznar pisaba hasta el fondo. ¿Hay alguna explicación aceptable de esta actitud, o sólo cabía exigir la continuidad con la política de Aznar? Lo cierto es que la propia debilidad de la banda, fruto de esa política, anima la conjetura de un final pactado a cambio de la renuncia definitiva al terrorismo. Además, el terrorismo islamista pone contra las cuerdas a una ETA incapaz de emular a Bin Laden sin afrontar una destrucción definitiva, como parece haber entendido el IRA. Así las cosas, no es ningún disparate tratar de convencer a los etarras de que la única alternativa al desestimiento voluntario es el acoso y exterminio. El mayor peligro es un unilateralismo que los ataques incondicionales al Gobierno, al que algunos le niegan el deber y el derecho a gobernar, amortizan por adelantado.

Imaginar el fin de ETA como una reedición del duelo en O.K. Corral no es sólo una puerilidad que regala a los terroristas un estatus rival que no les corresponde, sino que en la práctica demora hasta el infinito su derrota. A falta de un Gary Cooper que liquide en perfecta soledad a todos los pistoleros, nos quedamos esperando eternamente una noticia que quizá nunca se produzca. Lo más probable es que el terrorismo etarra acabe deshaciéndose en su propia salsa. Un pacto realmente duradero no sólo entre los partidos, sino entre todos los agentes sociales implicados, aceleraría ese desenlace: ¿y si la desaparición de ETA no es otra cosa que la falta de noticias sobre ETA, sin rendición, sin acta notarial, sin mesa de paz, una extinción entre el desprecio general?

Si la confianza socialista en cerrar acuerdos con los nacionalistas es irracional y temeraria, sabotear toda posibilidad de reencuentro de la derecha y la izquierda democráticas no ayuda a derrotar a ETA. Al contrario: la salud terrorista mejora cuando empeora la del Estado democrático. Y tampoco ayudan nada, me temo, movilizaciones tan apocalípticas, partidistas y llenas de prejuicios como las anunciadas por la AVT, más orientadas a desgastar al Gobierno e irritar a sus votantes que a combatir a los terroristas, a instituir la tutela delegada de sus muertos sobre la voluntad de los vivos.

ETA no quiere aceptar todavía que carece de futuro. Ahora le frenan su debilidad, el temor a reactivar el Pacto Antiterrorista y la respuesta general. Por eso estimula con gestos ambiguos la confusión que enfrenta a sus enemigos, única esperanza de perduración que le resta. Siento no ser original y aburrirles con obviedades que no interesan a nadie. Estamos mucho mejor ahora que en 1998 y 1980. Pero me pregunto si el triunfo del cainismo y el instinto sectario sobre la sensatezno volverá a retrotraernos a los peores años.