ETA y los intereses siniestros

¿Por qué ETA no aprovecha la oportunidad? Nunca encontrará un interlocutor tan bien dispuesto. Clima propicio: el hastío y el desencanto, la anestesia del bienestar, el presentismo de una sociedad conformista. Cobertura retórica para convencer a los menos exigentes: proceso de «paz»; falsos ejemplos en Irlanda y otros países; sedicente virtud del diálogo concebido como panacea universal. Zapatero jugaba -juega todavía- con una sola carta con vistas al prolongado proceso electoral que nos aguarda. Conviene no dejarse engañar: hace tiempo que el calendario y las bases del acuerdo eran valores entendidos entre los negociadores. No hace falta participar de ningún secreto oficial ni oficioso para deducir que había -todavía hay- tres requisitos previos: presos, relegalización de Batasuna, impunidad subvencionada. Como si los pasos anteriores fueran simples trámites administrativos, a partir de ahí empieza el debate sobre el mal llamado precio «político»: léase, autodeterminación disfrazada de apariencia confederal y avances significativos sobre Navarra. Antes y después: reuniones con partidos ilegales; mesas negociadoras ajenas a las instituciones democráticas; episodios lamentables como el debate de Estrasburgo. Todo seguía el curso más o menos previsto, incluidos los amagos de ruptura y las presiones mejor o peor escenificadas. Es cierto que el horizonte se estaba cargando de nubes, presagio de futuras tormentas. Casi todos las temían, excepto -al parecer- Zapatero y los suyos. El proceso explota el 30-D a la vez que el aparcamiento de la T-4 por mucho que los oportunistas sin escrúpulos intenten salvar los restos del naufragio. ¿Qué pretende ETA? ¿Qué significa el último comunicado infame?

El terrorismo funciona de acuerdo con una lógica perversa, pero inteligible. En su versión convencional, implica actos de violencia, precisos o indiscriminados, dotados de carácter sistemático y que buscan el impacto mediático para quebrar la resistencia de sociedades huérfanas de principios sólidos. El fin es intimidar, amedrentar, coaccionar: una estrategia racional y calculada que pretende evitar por definición el enfrentamiento directo. El objetivo es lograr una respuesta emocional (miedo, ansiedad, incertidumbre) para deslegitimar al Estado democrático. Según los manuales al uso, la pretensión sería forzar la negociación y obtener concesiones sobre las materias en conflicto, ya sean de naturaleza ideológica o territorial. Hasta aquí, el terrorismo que se dice «revolucionario», propio de la Guerra Fría, es decir, un fenómeno en retroceso. El terror globalizado del siglo XXI es otra cosa: una guerra por fragmentos que pretende alterar el actual reparto del poder a escala internacional. El «yihadista» fanático no se reconoce en las simplezas de Ulrike Meinhof sobre la naturaleza liberadora de la violencia estructural y la lucha como forma de identificar el objetivo. Tampoco cabe imaginar un final análogo, mediante suicidios discutidos y firmeza sin límites de un gobierno socialdemócrata. ¿Por qué el caso español no encaja en ningún esquema?

ETA ha conseguido ya muchos objetivos políticos, incluido el uso de un lenguaje derivado de los patrones clásicos de las relaciones entre Estados. Se trata de liberar las tensiones de una sociedad temerosa, cuyos gobernantes parecen dispuestos a sembrar la semilla de la discordia al destruir los anclajes morales y sociales que hacen fuerte la legitimidad democrática. Hasta aquí todo encaja en el «proceso». ¿Por qué se rompe? Cabe sospechar que un asesino disfruta con la práctica habitual de la crueldad y la infamia. O que, embrutecido por su oficio, no acierta a medir las consecuencias de sus actos, dando por supuesto que la impunidad llegará tarde o temprano. Tal vez especula friamente con su chantaje mafioso. Pero ETA ha demostrado con frecuencia que sabe leer las claves de la política española en función de algunos intereses siniestros. Intuyó que corría peligro cuando todas las personas decentes estábamos en el mismo bando. Por una vez fuimos capaces de ganar la batalla de las ideas y de tomar medidas eficaces para expulsar a los terroristas y sus secuaces del lugar reservado a la gente honorable en una sociedad civilizada. Dedicó todo su esfuerzo a buscar la quiebra del Pacto por las Libertades. Lo consiguió, gracias a ciertos oportunismos y maquiavelismos menores por los que la historia pedirá responsabilidades a medio plazo y las urnas -tal vez- dentro de poco. Confirmó así una verdad que duele en lo más profundo de nuestra identidad democrática: ETA ha jugado un papel determinante en todos los cambios políticos. Primero, incitando al golpe del 23-F, genera una reacción social que culmina en la mayoría aplastante de Felipe González. En 1996, la lucha contra el terror al margen del Estado de Derecho acelera el final del ciclo socialista. Las horas dramáticas que discurren entre el 11-M y el 14-M conducen a la derrota del PP, sin que la evidencia de la autoría islamista haya conseguido apagar del todo sus efectos.

Los pistoleros se sienten omnipotentes. Han visto cómo se rompe la unidad de acción de los grandes partidos nacionales, se presiona a jueces y fiscales para que adapten sus criterios a la «realidad social», se construye un discurso hiriente para culpar a la mitad de los españoles porque «no desean la paz» y se desprecia a las víctimas con argumentos retorcidos. Disfrutan con el triste espectáculo de las manifestaciones partidistas. Piensan que pueden conseguir mucho más porque perciben que el enemigo es más débil de lo que aparenta. Buscan y encuentran las grietas que dañan sin remedio la solidez del estupendo edificio que podría ser (que es, a pesar de todo) nuestra España constitucional. ¿Y ahora? El peor Zapatero de toda su carrera («desolador», «patético», «aflictivo», se ha escrito en este periódico) deja caer el mensaje de siempre: ETA sigue siendo el factor decisivo. Los matices expresados a niveles inferiores no son suficientes. La única vía para recuperar la legitimidad quebrada es la ruptura formal en sede parlamentaria y la vuelta al Pacto que casi nos conduce al éxito. Hoy es el día, a través del debate en el Congreso, pero las expectativas son nulas.

Los hombres no somos máquinas de razonar ni materialistas sin alma. El ser humano sólo acepta como obligatorio aquello que siente como un deber moral. Ya sé que los asesinos no pueden entender que las personas decentes actuamos por motivos de conciencia. Tampoco conciben el vínculo entre dignidad y democracia que destacaba el director de ABC en la Tercera del 10 de enero. Pero cuando la sociedad resiste y los políticos ejercen su liderazgo los efectos son concluyentes. Una vez más habrá que asumir que no hay recetas infalibles. Sólo sirven la unidad, el tiempo, la perseverancia, la inteligencia política, el patriotismo... Nadie está dispuesto a ofrecer «sangre, sudor y lágrimas» a una sociedad postmoderna con umbrales muy bajos de resistencia al dolor. Pero hay que decir la verdad si no queremos vivir al dictado de las instrucciones sangrientas. El presidente del Gobierno tiene margen para rectificar, si no por convicción al menos por conveniencia. Pero la gente ya no espera nada de Zapatero, desbordado y contumaz pese al curso de los acontecimientos. Por su parte, el PP cuenta con un buen caudal porque ha sabido mantener un discurso sin dinamitar los puentes, como le aconsejaban esos falsos amigos que ahora le reprochan que no acude a las manifestaciones. Debe administrarlo con prudencia. Estamos en la encrucijada, como casi siempre. Menos mal que muchos seguimos creyendo en una España constitucional capaz de derrotar a ETA.

Benigno Pendás, profesor de Historia de las Ideas Políticas.