ETA y mafia

En estos últimos años se han publicado varios libros que abordan, desde distintos ángulos y de forma muy detallada, el fenómeno de la mafia. Muchos de nosotros tenemos referencias lejanas de esa cruda realidad, sobre la que se han rodado magníficos filmes, no exentos de cierto romanticismo. Ello hace que en demasiadas ocasiones acabemos pensando que todo eso de la mafia pertenece más bien al género de la ficción, por mucho que los medios den cuenta de vez en cuando de diferentes asesinatos y detenciones de capos y delincuentes. Y algunas protestas, también, aunque no demasiadas.

El caso es que, en lo que respecta a las ediciones en español, en tres años han aparecido tres libros, en los que se narra, por un lado, el nacimiento y el funcionamiento de la mafia siciliana (John Dickie, 2006, 'Cosa Nostra'); la fuerza de la Camorra napolitana (Roberto Saviano, 2007, 'Gomorra'); y la de esa mafia calabresa de nombre complicado: 'Ndrangheta (Francesco Forgione, 2008, 'Ndrangheta'). Este último libro es, en realidad, el primer informe sobre la mafia más desconocida entre nosotros, realizado por la Comisión Parlamentaria Antimafia en Italia y aprobado por unanimidad de sus miembros, aunque venga firmado por una sola persona (la verdad, los límites entre el trabajo de la comisión y el trabajo del firmante quedan tan oscuros como los de la propia actividad de la mafia). La llegada de Berlusconi al poder interrumpió los trabajos de la comisión, centrado, como estaba él, en su laboriosa y fatigosa actividad en Cerdeña.

Tienen los tres libros varias cosas en común: están bien escritos y se leen con facilidad. Los tres autores están, además, amenazados y viven desde entonces con escoltas. Saviano, el más conocido, anda cambiando de domicilio cada día, y su libro dio origen a una, en mi opinión, película bastante floja. Tienen, también, otra cosa en común: la mafia aparece como lo que es, una inmensa actividad criminal extendida por todo el mundo, y desprovista de ese romanticismo que algunos novelistas tienen en tan alta estima. Eso, por ejemplo, de que hunde su origen en sociedades populares que habrían surgido de forma natural para protegerse ante invasores extranjeros siglos atrás, no es más que una mentira urdida por los propios mafiosos. La mafia ha sido siempre una actividad criminal basada en la extorsión, el secuestro y el asesinato. Ahora se dedica al blanqueo del dinero, inversiones inmobiliarias, negocios hoteleros, restaurantes diversos, tráfico de estupefacientes, prostitución, secuestro de personas, a la usura, etcétera, mezclando actividades ilegales y actividades con barniz legal. La mafia ha penetrado con fuerza en la construcción, en el control de aparcamientos y concesionarios de automóviles, en la actividad portuaria, en bares y panaderías, salas de videojuegos, empresas de transportes y gasolineras, eliminación de residuos, grandes centros comerciales... y tiene ya una actividad planetaria, como indican estos libros con abundancia y profusión de datos. Se calcula, según el informe parlamentario, que la facturación de las mafias en Italia oscila entre 100.000 y 150.000 millones de euros al año (más de 10 veces el presupuesto de nuestra comunidad, para hacernos una idea), del que un máximo del 40% se reinvierte en actividades directamente criminales. El resto acaba en circuitos económicos 'normales', gracias, en parte, a que los bancos, entidades financieras y políticos miran a otro lado. Con este sistema, unos asesinos se convierten en personas honorables, al tiempo que siguen con su actividad criminal.

Éste es sólo un aspecto de la organización mafiosa. Sin embargo, la mafia no podría existir sin otro rasgo que afecta a su propia esencia: el profundo enraizamiento en el entorno. Sólo algunos matan, otros muchos presionan, pero sectores sociales compactos los apoyan, y se acaban constituyendo grupos sociales en los que la norma común no rige y es un estorbo. Tienen sus propias normas, sus propios ritos, y los desacuerdos se deben olvidar. Así se generan sociedades paralelas.

Es, en el fondo, el mismo esquema que sigue ETA entre nosotros: no se trata sólo de los pistoleros, sino de la creación de entornos sin cuyo cobijo aquéllos no podrían existir. Así se generan actitudes que, siendo completamente patológicas, se perciben sin embargo como normales en determinados grupos sociales. Se acaba aceptando algo tan monstruoso como el asesinato de personas que piensen de forma distinta y los asesinos son elevados a la categoría de héroes. Ensalzados en altares con recibimientos y cánticos, sus fotos cuelgan en los bares al lado de la Coca-Cola y de las chicas Pirelli. Cuando les explota una bomba, se convierten en sus santos particulares, a quienes se les rinden honores. Los culpables del desaguisado acaban siendo los que votan en el Parlamento. Así se cae en contradicciones que serían difíciles de soportar en una mentalidad no patológica: quienes defienden, sin convicción, eso sí, las virtudes del socialismo, y abogan por la excelencia del servicio público son los mismos que atacan con furor cualquier bien público que se precie; vociferan con furor que la gente se divierta, pero procuran reventar las fiestas: 'Te amo con locura, por eso te mato'. Se trata de algo muy interiorizado, en donde la pertenencia eternamente adolescente al grupo impera sobre la pertenencia a la sociedad. Lo natural, lo bueno, lo admisible es lo que piensa el grupo, supeditado siempre al pistolero: son los mandamases del grupo quienes deciden, con criterios cambiantes (desde aquel 'Aquí no se negocia' al 'Negoziazioa!', cuán flaca es la memoria) qué es la democracia y en qué consiste la libertad de expresión. Básicamente, en dejarles que hagan lo que quieran.

Aunque los órdenes de magnitud sean distintos, los mafiosos son también quienes deciden lo que es bueno en cada momento. Y al igual que sucede con nosotros, lo hacen porque sectores enteros los apoyan, y porque la sociedad, todavía hoy, mira para otro lado en demasiadas ocasiones. Nadie ve nada, nadie oye, nadie sabe. Y todos con su código del honor bien alto, que para eso estamos dispuestos a caer.

A los autores de los libros no se les han pasado por alto las relaciones entre ETA y la mafia. Saviano (p. 198) indica que, según investigaciones de la Fiscalía de Nápoles, en 2003, los etarras José Miguel Arreta (sic) y Gracia Morillo Torres se alojaron en un hotel de Milán a cuenta de la mafia. ¿Objetivo? ETA recibiría armas (fruslerías como kalashnikovs y lanzamisiles) y a cambio sus militantes entregarían cocaína a los mafiosos. Forgione, por su lado, señala (p. 238) que «están ampliamente documentados los intereses comunes y los nexos entre los narcos colombianos y ETA» y añade que los narcos del cartel de Cali recurrieron a nuestra banda internacional «para obtener el pago de una partida de droga adquirida por un cliente calabrés». Los militantes de ETA sacaron la foto de la empresa del calabrés para enviarla a los narcos colombianos como prueba de que podían intervenir cuando quisieran. Es una buena muestra de esa doble moral que sólo cabe en mentes enfermas: muchos presuntos narcotraficantes han caído en nuestras calles a manos de ETA.

Pello Salaburu