ETA y sus relatos

Esto puede que lo conozca poca gente, sobre todo de fuera del ámbito académico y universitario, pero no es malo saberlo. Hay en la Universidad del País Vasco un Instituto de Historia Social, el Valentín de Foronda, cuyos miembros han convertido a la institución en una de las voces más respetadas, escuchadas y consideradas a la hora de analizar la historia y los legados del terrorismo independentista vasco. No es casual que el informe que sienta las bases históricas mayoritariamente aceptadas en la academia sea el Informe Foronda. Muchos participan en el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo.

A la hora de hablar de ETA, poca gente tiene más conocimiento y reconocimiento que ellos. No solamente son académicos. Además, suman en sus espaldas años de señalamiento, amenazas y, en algunos casos, de exilio y de guardaespaldas para que los pistoleros no les reventasen la tapa de los sesos. Esa característica les convierte en narradores e historiadores de la propia experiencia, en un ejercicio complejo para el cual poca gente está preparada. Sumar a la condición de historiadores de escala internacional la de resistentes ante el terrorismo y sus justificacionistas no puede sino llevar a una conclusión. Son, con pocas dudas, los mejores entre nosotros. Más allá de la épica política o nacional, los de los profesores universitarios suelen ser compromisos de riesgo limitado. Nadie te amenaza de muerte en Cataluña por ser o no nacionalista. Sólo algunos desnortados pueden llegar a reclamar la depuración del profesorado por sus militancias políticas. Algunos de los historiadores del Foronda se han jugado el pellejo por ser coherentes con sus opiniones. Por denunciar la enfermedad moral vasca y su régimen de historicidad. Y eso durante años los ha puesto en la mirilla de los que cogieron las armas para limpiar su patria de elementos indeseados y creyeron que podrían alcanzar su utopía nacional a base de sangre, bombas, chantaje y muerte.

El trabajo de estos historiadores valientes contra el terrorismo y valientes en el análisis histórico frente al frame nacionalista es hoy una recusación a la totalidad del relato justificador o, cuando menos, blanqueador de la violencia etarra: la crítica a lo que Luis Castells denominó la «triada salvífica» del relato, a saber, sufrimiento común/reconciliación social/teoría del conflicto. En Euskadi, según la narrativa justificacionista, habrían existido dos bandos enfrentados en una suerte de guerra de ocupación, un conflicto asimétrico donde el terrorismo tenía carácter defensivo y reactivo. Por ridículo que suene, en el País Vasco hay quienes aceptan que el terrorismo fue consecuencia del conflicto, cuando en realidad fue su causa. Con algo que suele faltar en los análisis sobre ETA, la sensatez, claridad y calidad expositivas, el objetivo hoy de los historiadores es contraponer una historia contingente y compleja de la violencia etarra frente al relato blando de la violencia reactiva, la teoría del conflicto y la comunidad nacional en defensa ante a la amenaza de disolución. Solamente así puede analizarse el colosal peso del terrorismo en la sociedad vasca (y española) y plantearse la más difícil de las preguntas a la hora de historiar la violencia y el terror: los porqués, las lógicas racionales detrás de las estrategias de actuación que llevaron a personas concretas a decidir y a personas no menos concretas a disparar contra militares, guardias civiles, políticos o empresarios, o a poner bombas en lugares como Muchamiel, Barcelona, Zaragoza, Vic o el Puente de Vallecas. Lugares donde quienes decidieron, actuaron y justificaron eran perfectamente conscientes de que morirían civiles no armados ni uniformados.

Quiero recordar todo lo dicho por dos motivos. El primero, porque ahora que parece que la historia de ETA y del terrorismo vasco en España empieza a convertirse definitiva e irreversiblemente en pasado, materia de debates sobre la verificabilidad, la contingencia, la contextualización o la identificación de los sujetos históricos, no está de más subrayar que algunos de quienes se enfrentan hoy a ese pasado estuvieron ayer cerca de ser arrollados por él, pero ni callaron, ni los consiguieron callar. El segundo motivo es porque algunos de ellos acaban de publicar un libro fundamental, comandados por Antonio Rivera: Nunca hubo dos bandos. Violencia y política en el País Vasco (1975-2011) (Granada, Comares). Un libro que nace con el objetivo declarado de desterrar el imaginario dialéctico, simplificador y binario (los dos bandos, el conflicto y hasta la guerra civil en Euskadi) sobre el que se ha construido la narrativa y la interpretación de la violencia nacionalista en muchos sectores de la sociedad vasca (y en algunos sectores del independentismo catalán). Un trabajo de engañosa cronología, pues su análisis parte de los orígenes históricos del nacionalismo vasco –esto es, en el siglo XIX– y porque sus ramificaciones narrativas alcanzan a adentrarse en la España y la Euskadi post-ETA.

Esa Euskadi es hoy la de unos ciudadanos libres, con su derecho a reclamar la visibilidad de lo sufrido a causa de sus propios vecinos y connacionales y a analizarlo desde una perspectiva histórica alejada del mito, de la banalización y de ridiculez del justificacionismo. Y también lo es la de esos otros, aquejados de la enfermedad moral vasca en diferentes estadios de patología: desde la creencia en la existencia sin duda ni miramiento de un enemigo ontológico, absoluto, eliminable, pasando por el justificacionismo de la violencia en tanto que reactiva frente a situaciones de guerra, ocupación y negación de libertades nacionales, hasta llegar al estadio más aparentemente tolerable, pero separado por los anteriores no por naturaleza sino por grado: la disolución de la violencia etarra en un magma narrativo de banalización, descontextualización y condena genérica, con tono mal disimulado de superioridad moral, «de todas las violencias, viniesen de donde viniesen».

Ahora ya no resuenan los ecos de los disparos pero siguen en sus sitios las pancartas, las pintadas, el señalamiento, la ocupación simbólica del territorio por parte de quienes justificaron si no como necesarias, sí como tolerables las muertes de cientos de personas. Incluso si tenían tres, seis, siete, 12 años, como las niñas asesinadas en la casa cuartel de Zaragoza el 11 de diciembre de 1987. Por eso siguen siendo tan necesarios libros e historiadores como ellos. Los mejores entre nosotros.

Javier Rodrigo es profesor en el Departamento de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona y autor junto a David Alegre de Comunidades rotas. Una historia global de las guerras civiles, 1917-2017 (Galaxia Gutenberg, 2019).

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