‘Ethos’ democrático

El nuevo compás electoral que podría abrirse en breve, junto a la hipotética formación del bloque neocon España Suma, invitan a meditar sobre la visión radical de la normalidad civil que brega por instalarse en nuestro país. Hace unas semanas José María Lassalle abogaba por una lúcida reconstrucción de la moderación y la centralidad políticas mediante una adecuada articulación de vectores, ejes y matrices llamados a contrarrestar las líneas de fuga de la radicalidad, con el fin de mejorar nuestras condiciones de convivencia colectiva y existencia individual. Podría objetarse a ese mapa descriptivo un exceso de abstracción y cierta carencia de huella antropológica, unos rasgos que el discurso neoconservador tiene en cambio muy presente. No en vano, este es bien sabedor de que sus ideas solo podrán imponerse si logran conformar un ethos,en lo que reconoce algo más que un viejo instrumento analítico weberiano. Las fuerzas progresistas deben estar al tanto de esta evidencia.

Las señales emitidas por el populismo conservador, focalizadas en la xenofobia, la aporofobia y el antifeminismo, tienden a minusvalorarse por su escasa finura intelectual, lo que impide controlar precisamente su implantación emocional y su potencial generador de afectos políticos. Reivindicar el potencial civilizatorio de la contingencia, la precariedad y nuestra situación de radical interdependencia no constituye una batalla meramente cultural, como no ha dejado de señalar J. Butler, sino una apuesta por implantar en el mundo puntos de vista genuinamente democráticos, que rebajen el estallido de la violencia y garanticen condiciones materiales que permitan desarrollar vidas dignas. A mi juicio cuatro dimensiones fundamentales para diagnosticar y combatir la opresión civil —cómo no recordar aquí a Iris M. Young— permiten desplegar un mapa social de expectativas contrapuesto al ethos reaccionario.

Comenzaré con la proverbial angustia hacia el futuro que acompaña a la condición humana desde el inicio de la historia. El miedo que atenaza a la sociedad ante amenazas como el hambre, la pobreza, la explotación laboral o la delincuencia puede sin duda desembocar en la búsqueda de un chivo expiatorio, pero también es susceptible de reconfigurarse en el temor a vernos desamparados por la sistemática negación de la interdependencia en que todos nos encontramos. La transformación de este concepto aparentemente abstracto en circuitos de afectos, como nos ha enseñado V. Safatle, es uno de los retos de nuestro tiempo, lo que consiguientemente anima a revisar la sacralización actual de la soberanía como motor central del orden político, al advertir que solo soluciones concertadas a escala global estarán en condiciones de responder a los peligros que acechan actualmente a la humanidad.

En estrecha relación con lo anterior, no deja de sorprender la insistente identificación conservadora del combate contra el cambio climático con un “invento” de lobbies de la izquierda radical. En realidad la construcción del prejuicio antiecologista, del que figuras como Trump y Bolsonaro son índice y factor, se eleva sobre la negación de la deuda que el bienestar de cualquier sociedad en el planeta mantiene con respecto al equilibrio entre el desarrollo económico y la conservación de los limitados recursos naturales de la Tierra.

Otra de las obsesiones de la radicalidad conservadora son el desprecio de la legislación feminista contra la violencia de género, y la invisibilidad civil de aquellos grupos sociales cuyas formas de vida afectiva y modelos de familia se alejan del marco hegemónico hasta bien entrado el siglo XX. También en esta ocasión, un enfoque hostil al otro impide centrar la mirada en la universalidad concreta, bajo la que la creciente demanda de protección y cuidados —pero también de educación, de vivienda, de un consumo saludable— reúne a todos los sujetos sin exclusión en torno a necesidades que solo servicios públicos de calidad estarán en condiciones de suministrar.

Hablamos, finalmente, de un discurso político que utiliza situaciones de emergencia para el ordenamiento constitucional o la seguridad nacional para intentar convencer a la ciudadanía de que la política ha de ser un corolario de recios modos de pensar y sentir del pasado. Con ello se escamotea justamente lo que la actividad política tiene de presente, de tejido mancomunado de los intereses y los temores actuales de todos, sin exclusiones que valgan. Para ello es preciso adoptar el hábito de sentirnos corresponsables de lo que tenemos en común, cuyos hilos proceden de lo que tememos y al mismo tiempo de lo que esperamos de los otros, confiando en que la certeza de nuestra exposición a lo indeterminado nos inspire las decisiones más prudentes para encarar el futuro que vendrá. Y para este no hay Brexit posible.

Nuria Sánchez Madrid es profesora titular de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

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