Ética de corrupción

La corrupción amenazaba con asentarse en nuestro país como si formara parte del paisaje, y nunca mejor dicho. La alteración del precio del suelo y de los servicios prestados a las administraciones permitía que muchos se sintieran beneficiados. Los reproches que merecía la administración fraudulenta de los intereses comunes acababan desvaneciéndose en la fatalidad de una opinión pública que no parecía escandalizarse. Partidos e instituciones se tapaban mutuamente las vergüenzas, o las empleaban para la confrontación. Claro que hubo muestras de indignación ante los casos de corrupción con anterioridad a la crisis. Pero lo que ha convertido la corrupción en un problema sistémico no es que se haya revelado su verdadera magnitud, sino que por efecto de las recesiones acaba deslegitimando las estructuras de un poder partidario.

Asistimos estos días a la diatriba sobre la credibilidad del Gobierno Rajoy y de otras administraciones a la hora de adoptar medidas cuando, al tiempo, se resisten a depurar responsabilidades. A un desganado concurso de ideas que tienden a presentar el problema poco menos que como un listado de fallas administrativas que habría que corregir. Ello acompañado de la continua remisión a lo que finalmente digan los tribunales, sugiriendo así un sistema democrático cuya salvaguarda dependería siempre de los jueces, eximiendo de tareas de vigilancia y sanción a todas las demás instancias públicas. Resuena a cada momento aquella frase con la que, en abril del 2009, Rajoy retorció el principio constitucional de presunción de inocencia: “Nadie podrá probar que Bárcenas y Galeote no son inocentes”.

La corrupción se asienta sobre el ventajismo social y se extiende gracias a la ética que segrega su ejercicio. De modo que la mera aplicación de controles y medidas preventivas para pasar página comporta sus riesgos. Porque si se imputa el problema a la codicia personal y no se atiende a las connivencias morales que irradia a través de los clanes que se apoderan de cada sigla, quedará siempre un rastro de podredumbre sin barrer. Un rastro que en cualquier momento puede adquirir vida propia en forma de nuevas tramas fraudulentas. La ética de la corrupción impide discernir con claridad entre la disposición corruptora y la disposición a corromperse, porque ninguna de ellas puede pensarse siquiera sin la otra. El reproche de los políticos es severo con aquellos afiliados que buscan venderse en beneficio propio, como si la financiación irregular de los partidos fuese menos grave. Y los empresarios no han formulado todavía una denuncia en toda regla de la más desleal de las competencias desleales, cual es el pago de comisiones ilegales.

La corrupción produce una ética particular y unos resortes psicológicos propicios para la fabulación y para la desfachatez. Tanto que acaba invalidando los códigos éticos voluntaristas que redactan los partidos, porque propicia el solapamiento natural de conductas y conciencias que encuentran algún tipo de acomodo dentro de las lindes del clan. El corrupto no es un especimen solitario sino un ser eminentemente social, aunque sea descrito como mero embaucador. En tanto que se rechaza el pecado pero no al pecador, este pasa de la inocencia a la conmiseración por parte del grupo. Lo último a lo que el corrupto está dispuesto es a devolver el dinero que distrae. Y es más que significativo que sus correligionarios muy pocas veces le exijan en público el retorno de lo sustraído al caer en la tentación.

Las instituciones apelan periódicamente a la ejemplaridad, invocación que pareció inaugurar el rey Juan Carlos en la Nochebuena del 2011. Pero lo que caracteriza a la política democrática es que se alza sobre un extenso conocimiento y una conciencia compartida de lo que no está tan bien y de lo que está muy mal. Por lo que los poderes públicos y quienes los encarnan no tienen que prodigarse en actos heroicos y en demostraciones virtuosas. De hecho es mejor que no lo hagan, porque lo ejemplar resta laicidad al gobierno de una sociedad libre y fomenta el culto a la apariencia e incluso a la farsa. Es suficiente con que los dirigentes políticos dejen de mentir, cumplan activamente con sus deberes legales y afronten con eficacia y eficiencia la tarea sometida al escrutinio ciudadano. Porque la ejemplaridad adquiere connotaciones pasivas en boca de los responsables públicos en una sociedad libre.

Hay un mensaje recurrente en la tribuna partidaria: quien la hace la paga. Con ello se quiere decir que quien no la hace tampoco tiene de qué preocuparse. Al gobernante no imputado le basta con pedir disculpas sin precisar ni el porqué de las mismas ni su alcance. Es la ética de la corrupción.

Kepa Aulestia

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