Ética del esfuerzo

Sin formación de calidad no hay progreso. Por eso, nunca está de más —sobre todo ahora, en el marco de las reformas estructurales emprendidas— subrayar el estrecho vínculo entre la formación de capital humano y el crecimiento económico, un vínculo que se traduce en lo que llamamos “cultura del esfuerzo” o, dicho en terminología weberiana, “ética del trabajo”. Sin embargo, y por mucho que se estile poner como ejemplo de estos valores a países protestantes (Alemania, Estados Unidos, los nórdicos…), no son los únicos en los que impera este espíritu. De hecho, quizá no hallemos mejor muestra de sacrificio que la que manifiestan en nuestras propias ciudades los comerciantes chinos, impulsados por una tradición ancestral o incluso —según algunos analistas— por la centenaria cultura del arrozal, la cual, frente a la del trigo, gratifica singularmente al trabajador al conectar tesón y resultados, porque cuanto más se trabajan esos campos, más feraces se tornan.

Este dato no parecerá tan extravagante si nos detenemos en el rendimiento académico de los países asiáticos. La mayoría de los doctorados extranjeros de ciencias y tecnología en Estados Unidos proceden, precisamente, de China, Japón, Corea y el sudeste asiático. Obviamente, factores institucionales contribuyen a completar la explicación cultural y es célebre la enorme presión que, ya desde la escuela, sufren sus estudiantes. Ahora bien, en la formación impera también la misma lógica de la gratificación, de los incentivos, dado que por regla general, los mejores estudiantes van a las mejores universidades y de ellas salen los líderes tanto del sector público como del privado.

Es sabido que ya Adam Smith trató la relación entre capital humano y crecimiento económico en La riqueza de las naciones. Afirmaba en esta obra que la fuente fundamental del progreso y del bienestar reside en la mejora de la cualificación de los trabajadores. Fue en el siglo XX, sin embargo, cuando se formalizó el concepto de “capital humano”, referido a las capacidades productivas de las personas como generadoras de riqueza, fruto de la ampliación de sus conocimientos. Desde entonces, los estudios históricos no han hecho sino ratificar la evidencia, empezando —de nuevo— por Asia, donde durante la revolución Meiji, cuando la propia aristocracia impulsó en Japón el cambio social, se inicia un proceso de modernización y desarrollo que sienta sus bases en la consolidación del sistema de enseñanza.

Lo que entonces no podía saberse es que la clave del crecimiento radica en la educación de calidad, aquella que se adquiere en las universidades, los institutos de investigación y las escuelas de negocios. En estos centros es donde, en la actualidad, se halla el motor del crecimiento, el punto de partida de la I+D+i y el núcleo de creación de las startups. No hay más que ver, en California, la interdependencia entre Silicon Valley, las pymes, Hollywood y la ciencia para ponderar el impacto de la alianza universidad-empresa. Esta circunstancia no solo se da en Estados Unidos, sino también en España. Frente al prejuicio generalizado, la Universidad española contribuye decisivamente al crecimiento y el sistema científico español ocupa el décimo puesto internacional en productividad. Ciertamente, queda mucho por hacer, pero ya se está haciendo.

¿Cuáles son pues, nuestras ventajas competitivas? España recibe a más de 50.000 universitarios extranjeros al año y es además el destino preferente de los Erasmus y el segundo de Europa de los estudiantes de MBA, quienes aportan anualmente a nuestra economía cien millones de euros. Podemos convertirnos en un enclave internacional de la educación y, por supuesto, del conocimiento iberoamericano. Somos ya epicentro del turismo global, la puerta de entrada a Europa de las multilatinas y, cada vez más, la gran lanzadera de las empresas europeas hacia el Atlántico. Ahora bien, al igual que hacen los asiáticos, debemos inyectar alicientes que predispongan hacia el emprendimiento y la innovación, y conectar la cultura del esfuerzo con la de la asunción del riesgo. Además, tampoco podemos quedarnos rezagados en iniciativas de calado procedentes de Iberoamérica, como la Alianza del Pacífico, un proyecto librecambista fundado por Chile, Colombia, México y Perú que canaliza nada menos que el 50% del comercio latinoamericano: avanzar de este modo en la cooperación bidireccional resulta crucial.

Tales son los retos que, en los campos del conocimiento y la competitividad nos exige el nuevo mundo, ese mundo en “equilibrio inestable” en el que vivimos; esos son los desafíos, pues, que nos obligan a seguir esforzándonos y a crear un capital humano sólido, cada vez más unido —a escala europea y americana— e imprescindible para luchar por un futuro más favorable.

Jesús Andreu es director de la Fundación Carolina.

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