Ética fiscal en tiempos de amnistía

El pasado sábado, EL MUNDO publicaba la iniciativa del PP de implantar una nueva asignatura en la educación obligatoria para que, entre otras cuestiones, los niños cumpliesen en el futuro con su obligación de pagar impuestos. Rápidamente fue objeto de burlas y chanzas. En las redes sociales se proponían contenidos como: el sobre como institución fiscal transparente, la amnistía fiscal como instrumento de justicia fiscal o las SICAV como ejemplo de equidad... Además, el claustro que se proponía para impartir la asignatura era simplemente sobrecogedor.

En resumen, la iniciativa ha sido muy criticada por el momento en el que se ha hecho pública. Decía Maquiavelo que la única tarea del político es elegir los tiempos, y, ahora mismo, no parecen propicios. Esto ha originado algo que se debe evitar siempre que se pueda: el ridículo. Efectivamente, España tiene un problema grave de fraude fiscal, en buena parte derivado de la falta de conciencia fiscal de muchos españoles. Sin embargo, el planteamiento de combatirlo con una amnistía fiscal ha sido como el que tiene hambre y toma bicarbonato.

Otra cuestión más sutil que la iniciativa pone de manifiesto es la utilidad de las Cortes Generales. Casi todas la grandes iniciativas en materia fiscal se han aprobado por Decreto-Ley, con una intervención mínima del Congreso (y ninguna del Senado), que no ha podido cambiar una coma del texto. Entre tanto, el Parlamento se dedica a debatir iniciativas como la de «educación para la tributación». En el caso de la amnistía fiscal, la medida más polémica y criticada no sólo es que la misma se aprobase por Real Decreto-Ley, sino que el documento legal decisivo, por el que el 70% de las rentas presuntamente afloradas no tributó absolutamente nada, es un informe del director general de Tributos. Esto dice poco del respeto a las reglas de juego, entre ellas la jerarquía normativa consagrada en el artículo 9.3 de la Constitución. Incluso, por encima de eso está la cuestión de la legitimidad democrática, que reside en el Parlamento y no en la Administración Tributaria.

Ahora bien, una cuestión positiva que la iniciativa pone de manifiesto es que nuestra clase dirigente empieza a darse cuenta de que la conciencia fiscal se está derrumbando. En los años 80 y 90 se hizo un esfuerzo muy importante por convencer a los españoles de que los impuestos eran necesarios: «Hacienda somos todos». Ésta es una cuestión que tienen muy clara todos los países avanzados y es una derivada directa de que las leyes, buenas o malas, incluyendo las fiscales, hay que cumplirlas. Incluso, en Estados Unidos, hay movimientos como el Tea Party que defienden menores impuestos a ultranza, pero no la insumisión fiscal. Que esta conocida frase del juez Holmes sea la inscripción de la sede central del IRS (Hacienda norteamericana) no es una casualidad: «Los impuestos son el precio que pagamos por la civilización» (En la selva no existen). Efectivamente, no se puede tener la economía de Alemania con la conciencia fiscal de Tanzania.

Hace unos años, un ciudadano de clase baja y poca formación se sentó en mi despacho. Lo había citado porque había indicios de que podía estar emitiendo facturas falsas: me lo admitió. El contribuyente me dijo también que Dios se le había aparecido y le había ordenado que dejase de traficar con drogas. Entonces, él se pasó a emitir facturas falsas. Naturalmente, también me comentó que si le sancionaba, tendría que volver a vender droga y que sería responsable ante Dios de su perdición. Hasta hace poco, evidentemente, no todos los ciudadanos declaraban todos sus ingresos, pero las estrategias más burdas de falsificación y defraudación fiscal eran cosa de sectores marginados y de iluminados anti-fisco.

De un tiempo a esta parte, los inspectores hemos visto que han vuelto fenómenos como el de la proliferación de las facturas falsas. Lo más preocupante es cuando se comprueba que estas formas de actuar se han ido extendiendo a grandes empresas e incluso a organismos públicos. Tampoco hay que trabajar en Hacienda para ver casos como estos, sino que basta con leer el periódico. Incluso, en algunos casos, ha habido desvíos de dinero a paraísos fiscales, y luego en los mismos, tampoco se querían pagar los escasos impuestos de territorios como Belice, y los ingresos se volvían a compensar con nuevas facturas falsas. Para algunos, que ya no pertenecen a los sectores más desfavorecidos, precisamente, parece que pagar impuestos es contrario a su religión; aunque finalmente, acaban pagando importes superiores en abogados, bancos, estructuras societarias y testaferros.

En este estado de cosas, aun así, cada vez resulta más complicado defender la obligación de pagar tributos. Esto se debe a que, particularmente en el último año, se han elevado sustancialmente los impuestos a los que ya los venían pagando. En paralelo, se producían recortes en gastos que muchos ciudadanos consideran fundamentales, como Sanidad, Educación y servicios sociales. Además, se han recortado los medios en la lucha contra el fraude fiscal, y como colofón se ha dado una amnistía fiscal, extremadamente generosa con los defraudadores, que han pagado de media un 3% de los importes aflorados.

Incluso así, los impuestos son imprescindibles para el mantenimiento no ya del Estado, sino de la civilización. El sistema fiscal es claramente inequitativo y, sobre todo, no puede aportar los recursos que necesita el Estado. Su reforma es una prioridad ineludible junto con la inevitable reforma administrativa en profundidad, si queremos salir de la crisis. Todo esto es explicable, y la educación tiene aquí su papel. Sin embargo, los únicos niños que parecen haber recibido lecciones de fiscalidad son los catalanes, muchos de los cuáles han aprendido lecciones de «expolio fiscal» y tienen grabado en la mente el Espanya ens roba.

Esto indica varias cosas. En primer lugar, que si no se modifican las competencias, va a ser casi imposible establecer nuevos contenidos comunes, cuando en parte de España no se puede estudiar ni siquiera en lengua castellana. En segundo lugar, que es necesario un consenso para que no se repita miméticamente el caso de la Educación para la Ciudadanía. Pero sobre todo, ésta no es una cuestión de conocimientos, sino de voluntad. Todo el mundo sabe que debe pagar sus impuestos y no colaborar con el fraude, pero si nuestra clase dirigente, tanto al establecer y aplicar los impuestos, como al distribuir el gasto público no actúa de forma justa, razonable y transparente, habrá poco que hacer. Como señalaba Albert Einstein, el ejemplo no es la mejor forma de influir en el comportamiento de los demás, es la única. La ejemplaridad lo es todo.

Francisco de la Torre Díaz es inspector de Hacienda del Estado.

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