Ética privada y bienestar público en la ciencia

¿Viven todavía los investigadores en una torre de marfil decimonónica o esconde esta una realidad más cruel?

Bruce Wallace, biólogo evolutivo, recordaba en un artículo de 1997 con el mismo título de este texto, que dedicaba una hora a la semana a su mujer e hija recién nacida bajo el dictum de su maestro, Theodosius Dobzhansky: “Tu investigación es ahora lo más importante en tu vida”.

Unos 20 años antes, el biólogo Julian Huxley, primer presidente de la Unesco y hermano del novelista Aldous, se lamentaba de que “las personas con alto nivel de inteligencia tienen, en promedio, una menor tasa de reproducción que las menos inteligentes” y, asumiendo cierta influencia de la herencia, este proceso “podría conducir a resultados muy graves”.

No cabe duda de que las personas que se dedican a la actividad científica deben invertir, como en otras profesiones, en su formación, desarrollo y mantenimiento del conocimiento una parte importante de su jornada laboral a lo largo de toda su vida. Sin especificar si este sector se encuentra en el ápice o en la base de la inteligencia, está fuera de cuestión que, en una sociedad sana, deberían tener semejantes oportunidades de multiplicarse. No todo el mundo está dispuesto a ver a su retoño una hora a la semana, por muy absorbente o excitante que sea su campo de investigación. Pero si las circunstancias son muy asfixiantes con un número limitado de becas, contratos y puestos de trabajo, puede que no quede más remedio que competir salvajemente y hacer una inversión desorbitada de tiempo personal. Dirán que es una situación similar a los que dedican años a preparar una oposición. Pero hay diferencias. Mientras que en una carrera administrativa el tiempo para superar una oposición oscila entre dos y cinco años, en el caso de los científicos el tiempo para tener una posición estable se ha elevado a 15, 20 o más. En estas condiciones, poco se puede exigir sobre su “tasa de reproducción”.

Siguiendo con esta mirada retrospectiva, hace unos 100 años el investigador americano Raymond Pearl, el primero que estableció una relación directa del tabaco con el cáncer de pulmón en 1938, escribía un pequeño opúsculo para investigadores jóvenes titulado To Begin With: Being Prophylaxis Against Pedantry. En ese librito, como hemos puesto de relieve en un reciente artículo publicado en la revista Quaterly Review of Biology, Pearl recomendaba lecturas en la línea del canon literario, pero dedicado especialmente a científicos de la rama de la vida, para evitar, en lo posible, un desarrollo unidimensional, traducido a ser persona además de científico. Por destacar algunas de las obras que cita, amén de clásicos relacionados con el conocimiento científico como De rerum natura, de Lucrecio, o la Historia de los animales, de Aristóteles, sorprende encontrar el Oráculo manual y arte de prudencia (1647), de Baltasar Gracián; la Fisiología del matrimonio, de Balzac, o Los vinos de Francia, de H. W. Allen, de donde se puede inferir a qué se refiere Pearl con “vivir”.

No es de esperar que nada de esto se contemple en un proyecto de ley de la ciencia, aunque ya es más cuestionable si no se debería incluir en las recomendaciones a jóvenes que se inscriben en universidades y centros de investigación. Si hoy en día es de obligado cumplimiento que los futuros biólogos hagan cursillos sobre seguridad en los laboratorios o en las salidas de campo, ¿no habría que enseñar o sugerir estilos de pensamiento que permitan desarrollar una carrera científica compatible con una vida personal plena?

La respuesta es más bien no. Todo lo más y, sotto voce, se les dice que los puestos, becas y contratos son muy escasos, la competencia extrema, etcétera. Así que, si quieres intentar vivir de esto (lo de “vivir” es un eufemismo), no tengas hijos, olvídate de las aficiones, vive solo para la ciencia.

Ya quisieran para sí los jóvenes científicos lo que una encuesta reciente ha puesto de manifiesto para los nuevos médicos en Estados Unidos. Para ellos, el balance trabajo-vida es el factor más importante para elegir su primer trabajo.

No debería extrañar que, hoy en día, algunos científicos estén poniendo en solfa la supuesta “pasión” con la que el principiante debe enfrentarse al desarrollo de su actividad. Pasión que muchas veces esconde una explotación descarada. Por no hablar del concepto de hope labor, trabajar sin recibir salario con la esperanza de acumular experiencia con la que aumentar las opciones de conseguir un puesto.

No parece que esta tendencia vaya a cambiar a corto plazo. Así que ese sector, que es el que principalmente contribuye al conocimiento científico básico, no va a poder aportar su parte a la herencia social con el mismo peso que lo va a hacer cualquier otro.

Salvo que, de verdad, se haga algo por ello.

Azucena López Márquez es periodista del departamento de comunicación del Museo Nacional de Ciencias Naturales y Antonio G. Valdecasas, investigador en el mismo centro.

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