Ética profesional en la Universidad

Para quienes ponemos la clave de bóveda de nuestros empeños educativos universitarios en la formación integral de los estudiantes, el aprendizaje de la ética profesional no puede ser una asignatura más del currículo académico, viene a ser casi como la cimbra sobre la que sostener inicialmente esa clave, ya que es la base que facilita construir y estructurar, armónica y coherentemente, las distintas dimensiones de la persona en relación consigo misma y con los demás, en el marco del ejercicio de la profesión. En el modelo formativo de mi tradición jesuítica, sin competencia ética las restantes competencias son baldías, pues el sentido ético endereza y marca un rumbo a las competencias técnicas asociadas a una titulación, ordena las diferentes facetas del ser humano, inclina a éste al recto gobierno de los asuntos públicos, lo compromete con sus semejantes y lo reconcilia con el fundamento y fin de toda la creación.

Evidentemente, nadie «aprende» a comportarse éticamente como aprende a hacer integrales o geografía. Sobre ética claro que hay mucho que «saber» teóricamente, pero, en realidad y de verdad, la ética sólo se valida en el vivir. Sí se pueden enseñar y evaluar conocimientos de conceptos y argumentaciones de carácter ético, y aplicar tales herramientas a casos concretos, pero cosa distinta es medir la «cualidad» ética de una persona en sede académica. Dejó sentado Aristóteles que los principios y valores intelectualmente conocidos solo se incorporan al «carácter» al practicarlos: «Lo que hay que hacer después de haberlo aprendido, lo aprendemos haciéndolo…; así, practicando la justicia, nos hacemos justos». Y practicando repetidamente, adquirimos «hábitos», pues «una golondrina no hace verano, ni un solo día, y así tampoco hace venturoso y feliz un solo día o un poco tiempo».

Así, el objetivo no ha de ser medir la cualidad moral de los alumnos, sino aportarles conocimientos gracias a los cuales la dimensión ética pase a ser nuclear en su experiencia universitaria y aplicable después en sus desempeños profesional y personal. Por eso el cultivo de las competencias que apuntan a la adquisición de una contextura personal ética debe contar con todas las acciones formativas que se despliegan en el aula, e incluso con el conjunto de actividades y relaciones que, más allá de la clase, se entablan en la entera universidad. Dentro de ese marco, los profesores y las asignaturas de ética profesional cumplen una importantísima función deíctica: la de mostrar el carácter medular de la ética y señalar que a todos los que integran la comunidad universitaria concierne formar en un profundo sentido ético de la profesión y en el compromiso por una sociedad más justa y solidaria, sea en el horizonte de la «ecología integral» (Papa Francisco), sea en el horizonte concomitante de los 17 ODS 2030 de la ONU.

Cuando apuntamos certeramente en esa dirección, normalmente adviene la conciencia de que, para establecer los valores éticos necesarios para el desarrollo de las personas y de la sociedad, hace falta una antropología que dé base adecuada para comprender las relaciones entre los seres humanos, y de éstos y la tecnología, y de los humanos y el resto de las criaturas. En este sentido, conocer la «cultura» y el marco axiológico prevalente en nuestros alumnos se convierte en un importante cometido.

Mi tesis es, pues, que la enseñanza y el aprendizaje de una materia específica dedicada a la ética profesional está más que justificada en la Universidad, sea cual sea la identidad de ésta (En Comillas, por ejemplo, los Estatutos Generales obligan a incluirla en los planes de estudio). Y que, junto a la asignatura específica, se debe evaluar también alguna competencia ética en otras materias de las distintas titulaciones. Pero ni la asignatura obligatoria ni la comprensión transversal lo tienen fácil en nuestro sistema universitario. El hecho de que la ética sea una asignatura que no integra de manera natural la formación académica de los planes de estudio según la configuración estandarizada de los mismos, condiciona que sea vista con desinterés o prevención, bien por ser considerada asignatura de menor valor, bien porque se le ponga el sambenito del adoctrinamiento. En todo caso, siendo realistas, ni la demanda de su implementación va a proceder de los estudiantes, ni tampoco de la mayoría de los empleadores o los legisladores. También es cierto que en la sociedad cada vez se escuchan más voces que reclaman para la ética mayor peso e importancia.

Eso sí, cuando la asignatura de ética profesional existe, a sus profesores les viene el reto de «ganarse» a los alumnos. No se trata de pedir nada distinto a los profesores de ética de lo que se pide a los demás, sino de pedirles una peculiar profundidad en toda su actividad, paralela a la importancia que se concede a los objetivos a los que se asocia. Eso implica cuidar con esmero la coordinación, evaluación y programación; éstas no son cuestiones prosaicas de relevancia inferior, son cimientos de una buena ordenación de la asignatura y garantía de un eficaz y eficiente aprendizaje.

Asimismo, el campo ético exige coherencia entre lo que se enseña y los aspectos actitudinales del que enseña. Supuesta la competencia científica, al profesor se le piden una serie de actitudes que contribuyan a la personalización de la enseñanza: tutela académica, presencia cercana, acompañamiento, atención a la diversidad… Y, por supuesto, integridad y ejemplaridad en el respeto a los alumnos, a los compañeros, a la institución, a las reglas y valores fundamentales del marco social. Extremos como la congruencia entre lo que se pide y se da o el cumplimiento de los compromisos adquiridos en las guías docentes, son pilares de la consolidación del proceso de docencia/aprendizaje.

La enseñanza es una actividad apasionante, lo que transmitimos, también; más en un cambio de era como el que vivimos. Si cabe, esto se acentúa en el caso de una asignatura directamente vinculada al ser de la persona y de la sociedad, que incorpora un mensaje cargado de compromiso cívico. Dentro de la discreción, responsabilidad y respeto a la libertad debidas, debemos contagiar esperanza a nuestros estudiantes, que se aproximarán a su proceso de aprendizaje de una forma probablemente más favorable, si su profesor huye del engreimiento, aguanta pacientemente los malos momentos para convertirlos en oportunidades positivas, arrincona la pereza, invita valientemente a descubrir con él la verdadera vocación, comparte con los demás sus cualidades y se deja guiar por la sabiduría de otros; si se desprende de la queja y no se asfixia en la autorreferencialidad, y con todo ello se entrega con sus discípulos a la búsqueda de la verdad, el bien y la belleza.

Julio L. Martínez es rector de la Universidad Pontificia de Comillas.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *