Eurocomunismo

Cuando Franco murió, el eurocomunismo florecía en algunos países de Europa occidental. No era un concepto con una doctrina definida, sino el resultado de un proceso histórico gradual, de adaptación, que afectó a algunos partidos comunistas de las sociedades democráticas industriales desde la Guerra Fría.

El pilar fundamental de ese proceso histórico fue la emancipación de las concepciones ideológicas y políticas sostenidas —y extendidas por el este de Europa— desde Moscú. Era un rechazo a aceptar el socialismo soviético como modelo, apelando a las peculiaridades y diferencias de las condiciones históricas en los países occidentales después de 1945.

Al rechazar ese modelo soviético, los dirigentes eurocomunistas estaban planteando una reevaluación del legado de 1917, del leninismo revolucionario, pero también de las políticas de colectivización violenta, del estalinismo y de los principios y prácticas que habían acompañado al comunismo desde la muerte de Stalin. Significaba también una ruptura con el internacionalismo proletario tan vinculado al Estado soviético. El cambio fundamental radicaba en la aceptación del pluralismo político, de los derechos y libertades individuales de las que hasta ese momento habían sido calificadas como “democracias burguesas”. Jean Kanapa, dirigente del Partido Comunista Francés, lo describió como “socialismo democrático”, para diferenciarlo del soviético, una vía para conseguir un amplio consenso en la sociedad que recogiera las lecciones de los acontecimientos en Chile, Portugal, Hungría y Checoslovaquia.

Pero esas tendencias de transición desde la opción revolucionaria a la democrática llegaron en un momento en el que los partidos socialistas, rivales electorales de los comunistas, encontraban importantes apoyos en los trabajadores del sector de servicios, más allá del histórico proletariado industrial, y apuntalaban, con sus políticas asistenciales, el Estado de bienestar. Desde mayo de 1968 y la invasión de Checoslovaquia, cientos de miles de jóvenes europeos nutrieron nuevos movimientos sociales —vinculados al pacifismo/antimilitarismo, al feminismo o a la ecología— que abandonaban el sueño revolucionario para defender una sociedad civil democrática, y que asumían formas de organización menos jerárquicas y centralizadas.

Algunos de esos cambios aparecieron en España en los años finales de la dictadura franquista y en los primeros de la Transición. Desde los años sesenta, el control absoluto que la dictadura intentaba ejercer sobre los ciudadanos no pudo evitar la movilización social contra la falta de libertades. El movimiento de Comisiones Obreras, orientado por grupos comunistas, creó una nueva cultura sindical, alejada de la que impulsaron la CNT y la UGT, que utilizaba los canales de participación que el marco franquista permitía.

Debido a ese escenario peculiar, tan diferente al francés y al italiano, o al portugués desde la Revolución de los Claveles de abril de 1974, el PCE tuvo una notable influencia en el movimiento estudiantil, en las fábricas y en muchas asociaciones vecinales que se formaron en torno a reivindicaciones relacionadas con el problema de la vivienda, la falta de servicios públicos o la carestía de la vida. Cuando esa protesta urbana derivó pronto hacia cuestiones políticas como la petición de amnistía y la demanda de Ayuntamientos democráticos, el PCE funcionó como una plataforma de concienciación política, de oposición a la dictadura y de escuela de una cultura democrática.

La legalización del PCE el 9 de abril de 1977 y los primeros pasos dados por Santiago Carrillo para reconocer a la monarquía parlamentaria colocaron a los comunistas españoles ante un futuro inmediato plagado de esperanzas. Que no se cumplieron por los pobres resultados que el PCE obtuvo en junio de 1977 —el 9,3% de los votos y 19 escaños—, en marzo de 1979, hasta llegar al desastre de octubre de 1982, solo 4 escaños, que provocó la dimisión de su secretario general.

Es verdad que la veterana dirección comunista tenía estrechos vínculos con la generación de la Guerra Civil, que el recuerdo traumático de aquel conflicto violento, el legado del autoritarismo y el miedo al comunismo impuesto por la dictadura pesaron como una losa en los primeros años de la Transición. Pero la crisis del PCE tuvo muchas similitudes con la que sufrió el eurocomunismo en otros países desde finales de los setenta. Cuando los partidos comunistas de Europa occidental abandonaron de forma tardía el modelo soviético, otros actores representaban ya de una forma más clara, y con más apoyos sociales, el socialismo democrático.

Julián Casanova es historiador.

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