Europa al estilo italiano

El verano pasado, pasados dos años de creciente incertidumbre, el riesgo sistémico en la zona del euro finalmente comenzó a reducirse, a medida que se consolidaron compromisos condicionales. Italia y España ofrecieron reformas fiscales y orientadas al crecimiento creíbles, y el Banco Central Europeo, con el respaldo alemán, prometió intervenir lo necesario para estabilizar al sector bancario y a los mercados de deuda soberana.

Desafortunadamente, esa tendencia puede estar revirtiéndose. El crecimiento en la zona del euro ha sido, en términos generales, negativo; y significativamente en el sur. El desempleo se mantiene en aproximadamente el 12 % en Italia y el 38 % para los jóvenes. De igual manera, la tasa de desempleo en España está por encima del 25 % (y del 55 % para los jóvenes). Y los indicadores económicos franceses están empeorando rápidamente.

Mientras tanto, lo más probable es que el resultado de la elección italiana deje a ese país –la tercera mayor economía en la zona del euro y el tercer mercado mundial de deuda soberana– sin un gobierno estable. En consecuencia, será difícil mantener un programa de reforma suficientemente vigoroso como para satisfacer al BCE y al núcleo de la zona del euro.

Sorprendentemente (al menos, para mí), los mercados han reaccionado estoicamente. Los diferenciales en las tasas de interés para la deuda soberana italiana se han ampliado, pero no bruscamente. Puede que no se vean inversores externos corriendo hacia las salidas, pero tampoco se percibe una creciente abundancia de ellos. A esta altura parece prevalecer el «ver qué pasa».

Italia es el único país con problemas de deuda en la zona del euro donde las tendencias negativas de competitividad (productividad respecto del ingreso) no se han invertido durante el período poscrisis. Con una proporción deuda/PBI de más del 120 %, Italia carece de flexibilidad para implementar estímulos fiscales que logren aproximar la transición a un mayor crecimiento.

El gobierno del primer ministro saliente, Mario Monti, logró una importante reforma de las pensiones, recortó el gasto público y aumentó los impuestos. Pero los votantes italianos rechazaron abrumadoramente este enfoque, en parte porque no pareció que la austeridad alcanzase a los funcionarios electos o a partes importantes del gran ecosistema de departamentos, empresas y uniones que rodean al gobierno.

La reforma sistémica del gobierno italiano puede ser un prerrequisito para lograr el consenso sobre un camino hacia la salud fiscal y el crecimiento. Pero este no es el momento ideal para tomarse un tiempo y dedicarse a ello. Los problemas reales, en todo caso, son distributivos y reflejan una escasez e instrumentos de política.

Por ejemplo, la evasión fiscal es omnipresente, por lo que los aumentos golpean desproporcionadamente a quienes ya pagan, alimentando una percepción extendida de injusticia. Monti buscó ocuparse de esto, pero pasar del equilibrio actual a uno mejor, en el cual la evasión fiscal sea la excepción y no la norma, es un proyecto de largo plazo.

En consecuencia, quienes cargan el peso de la crisis son principalmente los desempleados y los jóvenes. Dada la adversa situación competitiva italiana, la devaluación de la moneda, si fuese posible, no constituiría un sustituto de largo plazo a reformas que aumenten la productividad, pero ciertamente ayudaría, al menos de tres maneras.

En primer lugar, la devaluación distribuiría en forma más pareja los costos del reequilibrio, facilitando la eliminación del obstáculo que implica la distribución de la carga al logro de reformas más profundas. En segundo lugar, los tipos de cambio flotantes implican que la devaluación será un mecanismo de ajuste automático, que tiene lugar sin la aparición de una decisión explícita sobre la distribución de la carga y el consiguiente potencial de parálisis política.

Finalmente, como sucede en muchos de los países avanzados, la debilidad de la demanda limita el crecimiento de Italia en el corto y mediano plazo. Esto significa que, a menos que el gasto gubernamental mejore la demanda, la gran parte no transable de la economía no podrá impulsar el crecimiento y la creación de empleo. Pero el gobierno italiano, como el estadounidense y el de otros países con restricciones fiscales, está reduciendo la demanda efectiva.

Algunas partes de la economía mundial están creciendo. Por lo tanto, un shock en la demanda interna no tiene por qué limitar por completo al aproximadamente un tercio de la economía italiana que sí es transable –y podría entonces crecer y generar empleo si los parámetros de competitividad recuperasen rápidamente sus valores. Obviamente, en el contexto de la zona del euro, esta no es una opción.

La alternativa es un apagado crecimiento de los salarios y el ingreso en todos los niveles, combinado con medidas para mejorar la productividad. Este fue un componente del exitoso programa de reforma alemán hace una década, que incluyó reformas en el mercado de trabajo y la seguridad social, cuyo efecto combinado fue recuperar la competitividad y el potencial de crecimiento en el sector transable, mientras mejoraba la productividad en el no transable.

Este proceso funciona en el largo plazo. Pero las reformas alemanas tuvieron lugar en una economía mundial mucho más saludable y, cuando las divergencias iniciales son grandes, el tiempo necesario para recuperar el crecimiento puede ser excesivo.

Algunos observadores han propuesto una meta inflacionaria estable más elevada para la zona del euro, que facilite el proceso de «deflación relativa» en los países que lo necesitan y eliminar en mayor medida el «límite cero» de las tasas de interés, aumentando así el impacto potencial de la política monetaria. Pero la inflación tiene sus propias implicaciones adversas sobre la distribución y la eficiencia, y sería ferozmente resistida.

Cuesta ver que esto tenga un buen final. Las alternativas parecen implicar un lento y difícil regreso al crecimiento y el empleo, o una disminución del entusiasmo por la moneda común.

Más allá de eso, las secciones principales están relacionadas con errores de diseño. En la zona del euro, en su mayor parte, los gobiernos nacionales eligen en forma separada sus niveles de inversión en infraestructura, educación, investigación y tecnología. Sus políticas para el mercado de trabajo, la seguridad social y la competencia varían. Todas afectan las trayectorias del crecimiento, el ingreso y el empleo.

Entonces, incluso si se modifica la estructura de la zona del euro para lograr el nivel deseado de disciplina fiscal y equilibrio, en su actual estructura fuertemente descentralizada, los países continuarán divergiendo en otros aspectos importantes. La divergencia en las políticas y la convergencia en los resultados no es una expectativa realista. Hacen falta mecanismos de ajuste, pero la devaluación externa y la inflación no están disponibles, y la movilidad laboral es, en el mejor de los casos, parcial.

Tal vez podría interpretarse la moneda común como el «forzamiento» de una eventual convergencia de las políticas. Pero, siendo realistas, es posible que primero llegue la pérdida de apoyo al euro, precisamente porque los mecanismos de ajuste son tan limitados.

Nadie duda de la profundidad del compromiso oficial europeo de largo plazo con la integración. El gigantesco desafío para el diseño es encontrar el nivel adecuado de convergencia obligatoria en las políticas –uno que funcione económicamente y resulte políticamente aceptable.

Michael Spence, a Nobel laureate in economics, is Professor of Economics at NYU’s Stern School of Business, Distinguished Visiting Fellow at the Council on Foreign Relations, Senior Fellow at the Hoover Institution at Stanford University, and Academic Board Chairman of the Fung Global Institute in Hong Kong. Traducción al español por Leopoldo Gurman.

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