Europa ante el espejo

Los 71 refugiados muertos por asfixia encontrados en un camión en Austria completan un verano de noticias terribles sobre la inmigración, que han puesto a Europa ante el espejo. En 1950, Aimé Césaire, escritor y político de la Martinica, escribió en su Discurso sobre el colonialismo:“El hecho es que la civilización llamada europea, la civilización occidental, tal como ha sido moldeada por dos siglos de régimen burgués, es incapaz de resolver los dos principales problemas que su existencia ha originado: el problema del proletariado y el problema colonial; que esta Europa, ya sea ante el tribunal de la razón o ante el tribunal de la conciencia, es impotente para justificarse; y que, cada vez más, se refugia en una hipocresía tanto más odiosa en la medida que tiene menos probabilidad de engañar”. En 2015, podemos repetir su reflexión cambiando simplemente proletariado por desigualdad y problema colonial por la cuestión de la inmigración. Han sido necesarios 176 ataques violentos a centros de refugiados para que Angela Merkel reaccionara: “No hay tolerancia para aquellos que cuestionen la dignidad de los otros, no hay tolerancia para aquellos que no están dispuestos a ayudar, cuando la ayuda legal y humana lo requiere”. Han pasado muchos años de satanización de los ilegales, de dejar hacer, de renuncia a la pedagogía política, de comprensión con la xenofobia, antes de que llegaran estas palabras.

A los inmigrantes se les llama ahora refugiados porque el motivo de sus desesperados esfuerzos para llegar a Europa no es la búsqueda de trabajo sino la huida de la persecución y de la guerra. Europa no sabe qué hacer con ellos, como no sabe qué hacer con los inmigrantes ilegales. Y se niega a reconocer la trágica inutilidad de poner puertas al campo. La inmensa mayoría de los europeos miran a otra parte cuando ven pasar las columnas de inmigrantes, mientras el populismo de derechas despliega el discurso del temor y del resentimiento, al que los gobernantes se apuntan con una irresponsable facilidad, con decisiones que legitiman los recelos y que agravan los problemas, como la cruel iniciativa del PP de rechazar la asistencia sanitaria a los ilegales. Es la apoteosis del discurso reaccionario y autoritario: convertir la legalidad en una barrera infranqueable por encima de la dignidad de las personas.

Todo sistema de gobierno se legitima por los principios que lo inspiran y por la capacidad de resolver los problemas políticos, económicos y sociales con razonable eficiencia. La resolución de los problemas derivados de la inmigración económica —imprescindible para un continente en envejecimiento permanente— se confió a la dinámica de los mercados: por un lado, los que llegaban presionaban el mercado de trabajo a la baja, contribuyendo así a la devaluación salarial, al precio de enormes bolsas de precariedad y de economía sumergida: la brecha de la desigualdad. Por otro lado, se esperaba que la caída de la oferta de trabajo operara como mecanismo regulador de los flujos, y así ha sido, en parte, porque la inmigración económica ha disminuido sensiblemente. La acción gubernamental se reducía a la acción represiva: las vallas de la vergüenza (Ceuta y Melilla como iconos), el endurecimiento legal, la fantasía de las fronteras inexpugnables.

La oleada de refugiados que huyen de guerras y conflictos ha cambiado los términos del debate al colocar la cuestión de los principios del sistema en primer plano. La defensa de la dignidad de las personas y la protección de los que sufren persecución por sus ideas o por su condición es irrenunciable si creemos que la democracia es algo más que unas normas para la asignación de las responsabilidades de gobierno. La cuestión económica —los intereses de los que mandan, pero también de las clases populares que ven a los inmigrantes como competencia directa— había justificado los abusos cometidos contra los inmigrantes. Ahora, no hay coartada. Europa aparece incapaz de afrontar una crisis de refugiados, como si en cierto modo estuviera atrapada en una venganza poscolonial.

Europa debe optar entre la resignada condición de balneario del mundo y una renovada y ambiciosa cultura de potencia, fundada en la interlocución y el respeto. Hace demasiado tiempo que la hegemonía de lo económico ha secado la política europea. Si los dirigentes europeos no han sido capaces de encauzar un problema menor como el de Grecia, ¿cómo van a afrontar una cuestión del calado de la crisis de los refugiados? Esta crisis es la expresión de la desorientación y el desconcierto de una Europa que exhibe la impotencia de una tierra gastada.

Josep Ramoneda

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