Tras la derrota en las legislativas, un debilitado Obama acudirá en Lisboa el 20 de noviembre a la cumbre de la OTAN y la Unión Europea. En Europa se le espera con entusiasmo, pero también con incertidumbre. La anterior cumbre, programada para mayo bajo presidencia española, fue cancelada tras saberse que Obama no asistiría. Desde entonces, las lecturas sobre el creciente desinterés de Obama en Europa no han cesado. Los europeos han tratado sin éxito de entender la paradoja transatlántica: la llegada al poder de Obama, un presidente que los europeos sienten muy próximo, no se ha traducido en un relanzamiento de su alianza. ¿Por qué?
Como señalaron Philip H. Gordon y Jeremy Shapiro, para los norteamericanos el 11-S cambió al mundo, pero para los europeos cambió sobre todo a los norteamericanos. Pese al apoyo de los gobiernos de Blair, Aznar y Durão Barroso a la guerra de Iraq del 2003, la mayoría de la opinión pública europea comprendió que la acción unilateral para derribar al régimen de Sadam quebrantaba algunos de los principios básicos de la política exterior en Europa: el agotamiento de la vía diplomática antes del recurso a la fuerza y el papel central del Consejo de Seguridad de la ONU en materia de seguridad internacional. De modo paralelo, los años 2000 dieron muestras del declive relativo del poder de EE. UU. en el mundo, con la consolidación de potencias emergentes como China, India y Brasil. La crisis financiera y económica tras el derrumbe de Lehman Brothers en septiembre del 2008 y la relativa impermeabilidad de las nuevas potencias a sus efectos han confirmado la reordenación del mapa geoestratégico mundial.
Durante su campaña presidencial, Obama denunció la política exterior de la Administración Bush y prometió impregnar su acción internacional de principios mayoritariamente compartidos por los europeos, para restaurar la imagen de EE. UU. en el mundo. Pero, al llegar a la Casa Blanca, Barack Obama ha volcado su atención hacia el Pacífico y ha dado señas de minusvalorar su alianza con los europeos.
Analizado en detalle, el cambio en la política norteamericana no ha sido sólo hacia unos valores ampliamente compartidos con Europa, sino sobre todo hacia una utilización pragmática de estos. La nueva configuración del orden mundial ha llevado a Obama a entender que las alianzas deben responder más a la existencia de intereses compartidos que a una unión de valores y visiones del mundo, como muestra el pragmatismo con que EE. UU. ha decidido empezar de cero sus relaciones con Rusia o cooperar con China. La falta de pragmatismo de la UE ha hecho que el propio Obama juzgue secundario el potencial de la alianza.
El tratado de Lisboa, concebido sobre todo para facilitar la toma de decisiones en política exterior y proyectar la imagen de la Unión en el mundo, posibilita el avance de la UE hacia una posición relevante en el nuevo orden internacional, pero la experiencia hasta la fecha sugiere que sin voluntad política clara de los estados, el nuevo marco no corregirá los vicios de los que adolece la Unión.
La cumbre UE-China del 6 de octubre es un buen ejemplo: la delegación china llegó a Bruselas con demandas como otorgar el estatus de mercado abierto a su economía por parte de la UEo el levantamiento del embargo de armas. El primer ministro chino, Wen Jiabao, tuvo que sentarse frente a un Van Rompuy debilitado por las discrepancias internas entre los estados miembros y del que sólo pudo obtener palabras ambiguas sobre relaciones comerciales. Decepcionado, el líder chino se negó a incluir una referencia a la cooperación con la UEen Afganistán en el comunicado, objetivo clave de los europeos.
La cumbre UE-Estados Unidos del 20 de noviembre medirá la temperatura de la alianza transatlántica y será una oportunidad para que los europeos no cometan los mismos errores que en su cumbre con China. Está por ver el impulso que dará Obama a su agenda exterior a raíz de la derrota del 2 de noviembre. Pero para que la cumbre transatlántica termine con éxito, ambas partes deberán abordar asuntos de común interés que les permitan sentar las bases de una relación pragmática. Las estrategias euroatlánticas en Afganistán e Irán deberían ser asuntos clave. Los europeos deben llegar a la cumbre con una clara voluntad de hacer cumplir sus promesas de acción e interlocución con una sola voz. Los estados deben aceptar el liderazgo de las nuevas estructuras institucionales de laUE y realizar un ejercicio de coordinación interna con ellas. Sólo la capacidad europea de convertirse en un actor pragmático garantizará la relevancia de la futura relación transatlántica.
Carlos Carnicero, máster en Paz y Seguridad Internacional por el King´sCollege de Londres, y Pol Morillas, máster en Relaciones Internacionales por la London School of Economics.