Europa está en decadencia. Aquí y allí quedan enclaves de prosperidad relativa, en Alemania, en Suiza, pero son islotes perdidos en un conjunto que tiende al declive. Las estadísticas dan el pego porque las tasas de crecimiento globales que muestran no tienen en cuenta la demografía. Pensar en cada país por separado ya no tiene sentido, dado lo entrelazadas que están las economías; la crisis de las finanzas públicas del sur les ha dado una alegría a los bancos del norte. Los europeos, aunque sean poco conscientes de ello, son más interdependientes que nunca. Resulta superficial acusar a este o aquel gobierno de ser la única causa del declive nacional. Algunos fueron y siguen siendo peores gestores que otros, pero las diferencias de gestión no explican por sí solas el hundimiento del continente. La decadencia no se mide fácilmente: haría falta un índice sintético que englobase, además del estancamiento, el descenso de la innovación y el desánimo de los ciudadanos. El declive se caracteriza por ser tan lento e imperceptible que no lo percibimos unánimemente hasta que llegamos al final de la pendiente. Los romanos no tomaron conciencia de su decadencia hasta después de la desaparición de su imperio.
Descubrir las causas del declive de Europa es tan difícil como entender las de la decadencia del Imperio Romano. El experto en la materia Edward Gibbon lo atribuía –por motivos más personales que históricos– al trabajo de zapa de la nueva Iglesia cristiana: esta había destruido el imperio. En nuestra época, en vez de discutir el carácter perjudicial o salvador del euro o de los déficits, ¿podríamos aislar una causa principal de la decadencia europea que se imponga sobre los motivos secundarios? Dos periodistas del semanario británico The Economist, John Micklethwait y Adrian Wooldridge, nos proponen una explicación y también una solución para detener este declive. Ellos opinan ( The Fourth Revolution, Penguin Press) que, desde sus orígenes hasta nuestros días, Europa ha pasado por tres revoluciones positivas, pero que está a punto de fracasar en la cuarta. La primera revolución condujo a la constitución de los estados nacionales-naciones que resolvieron el problema de la seguridad; los estados sustituyeron la guerra civil por una relativa paz nacional, dentro de unas fronteras reconocidas. La segunda revolución, que empezó en el siglo XVIII, sentó las bases de la libertad, relativa, de unos ciudadanos que dejaron de ser súbditos y pasaron a tener derechos. La tercera revolución, a principios del siglo XX, instauró una solidaridad relativa entre los ciudadanos. Ahora nos encontramos en los albores de una cuarta revolución, aún en fase inicial, que supondrá la modernización del Estado.
Estos dos autores nos recuerdan que, desde la década de 1970, los pensadores liberales han llamado la atención sobre el agotamiento del estado-providencia: sus excesos ya no mejoran la justicia social y asfixian la creatividad económica. Estos intelectuales liberales han ganado la batalla de las ideas, señalan John Micklthwait y Adrian Wooldridge, pero parecen haber perdido la batalla política: incluso Margaret Thatcher y Ronald Reagan, en su momento, legaron a sus sucesores un Estado más voluminoso y derrochador que el que habían heredado. La cuarta revolución se extravía en Europa y parece averiada en Estados Unidos, sin duda porque ni los ciudadanos ni los políticos la perciben como una necesidad inmediata; en una democracia, las decisiones electorales están más condicionadas por el corto plazo que por la reflexión histórica. En cambio, algunos de los llamados países «emergentes», como Singapur, algunas provincias chinas y Taiwán (pero también Suecia) se han embarcado en esta cuarta revolución del Estado, siguiendo un modelo aún experimental, y están mejorando la productividad de los servicios públicos y de la función pública. Suecia llega a hacer una distinción radical entre qué garantiza el Estado a los ciudadanos (educación, sanidad) y quién gestiona estas garantías. Esta distinción entre el Estado «garante» y el Estado «gerente» me parece la clave de esta cuarta revolución, ya que la gestión de los servicios públicos puede estar perfectamente garantizada por las empresas privadas en un mercado competitivo.
Para escapar al declive que estos autores atribuyen al aplastamiento de la sociedad civil por la burocracia, sería necesario que los estados se adaptasen a la época actual: es asombroso, por ejemplo, que los ritmos escolares de Europa sigan dictados por los de las estaciones y que profesores y alumnos sigan yéndose de vacaciones en las épocas de la siembra y la siega. También es sorprendente que la informatización e internet hayan revolucionado el sector privado, pero que esta nueva productividad no haya reducido el número de trabajadores de las administraciones públicas.
Y aquí vienen las críticas. Esta cuarta revolución está calcada de la denominada teoría neoliberal. Pero nadie nos propone otra. Y nadie plantea que ese discurso académico no siempre se ha transformado en reformas institucionales. Por tanto, la imperceptible decadencia continúa, y conduce a consecuencias peligrosas que no son solo económicas. Comparados con la parálisis occidental, los regímenes autocráticos dan la impresión de ser más eficaces –desde un punto de vista social, económico y estratégico– que la democracia. Si nuestras democracias no retoman el camino de la eficacia, que pasa por la transformación del Estado, nosotros los ciudadanos perderemos primero poder adquisitivo, luego capacidad de empleo y, al final, libertad. Más allá del debate sobre el crecimiento del Estado, corremos el riesgo real de volver a pasar de la categoría de ciudadano a la de súbdito de segunda categoría. Pero no siempre lo peor es cierto.
Guy Sorman