Europa, ante su mayor desafío

En algo más de siete meses, los europeos no solo estamos llamados a elegir a nuestros representantes en unas elecciones que pueden ser históricas para las dos grandes familias ideológicas que han construido la Unión Europea, sino que además vamos a poner a prueba la idea de Europa. Una idea que como espacio público compartido, siempre ha estado asociada a valores como la solidaridad, la libertad y el cosmopolitismo. En los últimos tiempos, las diversas elecciones nacionales vienen arrojando resultados electorales preocupantes.

Entre 2017 y 2018, la extrema derecha se ha situado como segunda fuerza política en Países Bajos y Francia, y como tercera en Alemania, Austria o Suecia. Por no hablar de las victorias de Matteo Salvini en Italia o Viktor Orbán en Hungría. Lo que une a todas estas formaciones políticas es un proyecto nacionalista y xenófobo, todo lo contrario de lo que ha representado la Unión Europea en sus más de 60 años de existencia. ¿Qué les está pasando a los europeos?

En los últimos años, la Unión Europea viene enfrentándose a dos crisis: una política y otra social. Ambas están estrechamente relacionadas con la Gran Depresión de 2008 y a ambas no se está dando una respuesta satisfactoria. La primera de ellas es algo de lo que se ha hablado largo tiempo y que sigue sin resolverse: el déficit democrático.

Hay una parte del europeísmo que no comparte esta crítica. Cree que nuestras instituciones europeas cumplen con los estándares de calidad de una buena democracia: la ciudadanía elige de forma directa a sus representantes, existe un sistema de pesos y contrapesos entra las distintas instituciones o el nivel de transparencia es muy elevado. Esto es totalmente cierto. Pero la Unión Europea no cumple con la definición mínima de democracia que popularizó Adam Przeworski y de la que se hacía eco Felipe González en una reciente entrevista en EL PAÍS: “Que podemos echar al Gobierno que no nos gusta”.

Durante los años de la crisis, una parte relevante de los europeos, especialmente en el sur de Europa, ha vivido con frustración la incapacidad de librarse de unas políticas que no compartían. Es cierto que parte de la responsabilidad era de los Gobiernos nacionales, quienes han aplicado la austeridad a su manera. Es decir, sobre qué recortar era decidido en los Parlamentos nacionales. Pero esto no evade de responsabilidad a las instituciones europeas, quienes han decidido la política monetaria y han abanderado, en ocasiones con más fe que con razón, la austeridad. Durante los primeros años de la Gran Depresión, las elecciones dejaron de funcionar como un sistema de alternancia y como mecanismos para cambiar las políticas que no eran aceptadas por una mayoría. Mariano Rajoy lo definió de forma muy gráfica cuando en 2012 anunció un nuevo paquete de recortes: “No podemos elegir… No tenemos esa libertad”.

Esta crisis política ha abierto el camino a discursos que cuestionan el funcionamiento de nuestras democracias. Pero en lugar de asumir la máxima de Willy Brandt —“atrevámonos a tener más democracia”—, se han abierto paso liderazgos fuertes que dicen interpretar la voluntad popular, menospreciando la idea de representación.

La segunda gran crisis europea es social y tiene dos vertientes: los perdedores de la Gran Depresión y de la globalización, que no necesariamente son los mismos. En estos años de crisis, muchos grupos sociales han visto perder sus esperanzas de futuro. En numerosas sociedades europeas se ha menoscabado la idea de progreso que presuponía que las generaciones del futuro vivirían mejor que las de sus padres y sus abuelos. Así, el cambio tecnológico está provocando que no solo se deslocalicen los empleos menos cualificados y rutinarios, sino que instrumentos como las plataformas digitales están permitiendo la deslocalización del talento. En el horizonte, la ciudadanía intuye una clara merma de nuestro bienestar y no afectará únicamente a las clases más populares.

A esto se añade un contexto geográfico sobre el que no hemos reflexionado lo suficiente. Descartando la frontera entre Corea del Norte y Corea del Sur, el Mediterráneo es la frontera más desigual del mundo. La relación de renta per capita entre Europa y el Magreb es de nueve a uno —33.665 dólares (29.300 euros) frente a 3.775 (3.280 euros)—, muy superior a la relación, por ejemplo, entre Estados Unidos y México, donde la renta per capita del norte de la frontera es algo más de seis veces superior a la del sur. La ausencia de una política migratoria común ha provocado que el Mediterráneo se haya convertido en la fosa común de muchos de nuestros valores. Exagerar esta realidad es tan equivocado como minusvalorarla.

Pero si algo debería comenzar a preocuparnos en relación a la inmigración es que emerjan ante nuestros ojos realidades que creíamos olvidadas. Los campos de refugiados que han estado acogiendo el éxodo de la guerra en Siria no tienen nada que envidiar a la realidad que vivieron muchos exiliados de la Segunda República española en el sur de Francia. Cabe recordar que en pocos años, con la victoria del fascismo, muchos de aquellos campos de refugiados se convirtieron en campos de concentración (ver, por ejemplo, el documental de Gurs, historia y Memoria).

En definitiva, en pocos meses los europeos nos jugamos nuestra idea de Europa. El auge del nacionalismo xenófobo en muchos países cuestiona gran parte de los valores que hemos compartido en más de seis décadas de Unión Europea. Este auge está íntimamente relacionado con dos crisis: una política y otra social. Por ello, para frenar el avance de una nueva versión de la extrema derecha, urge poner sobre la mesa reformas políticas y sociales.

Es necesario aproximarse cada vez más a esa idea de que los europeos puedan echar a la Comisión que no les guste. Al mismo tiempo, debemos comenzar a poner en común más políticas redistributivas que aborden los problemas sociales que compartimos los europeos como, por ejemplo, la inmigración. Propuestas como las desarrolladas por los eurodiputados Jakob von Weizsäcker y Jonás Fernández sobre un seguro de desempleo europeo van en esta misma dirección. La contrarrevolución conservadora en su versión más extremista se apoya en lo identitario para alcanzar sus objetivos de siempre: más fronteras y menos pluralidad. Por lo tanto, 2019 no va a ser un año cualquiera para Europa. De nuevo, va a ser puesta en cuestión, pero en esta ocasión por su mayor fantasma del pasado: la extrema derecha nacionalista y xenófoba.

Ignacio Urquizu es profesor de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid y diputado del PSOE por Teruel en el Congreso.

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