Europa busca presidente

Europa busca presidente: 'Se exige experiencia previa como presidente nacional, perfil político bajo y capacidad de obediencia a los líderes de los Estados. No se precisa ambición europea. Se valorará muy positivamente el carácter discreto y acomodaticio'. Bien podría ser éste el perfil profesional del candidato ideal para ocupar la presidencia del Consejo Europeo cuyo nombre deberían comunicarnos esta noche los líderes europeos tras cábalas inacabables. Y, junto a él, habrá de conocerse también quién ocupará el nuevo cargo de Alto Representante para la Política Exterior y Defensa, es decir, una suerte de ministro de Asuntos Exteriores europeo.

En realidad, no importan demasiado el nombre del agraciado final ni el sinfín de criterios que puedan buscarse para justificar su designación (derecha-izquierda, hombre-mujer, Estados grandes-pequeños...). Será realmente difícil que los jefes de Estado y gobierno puedan convencernos de la bondad de la decisión final en la pomposa rueda de prensa que, para consumo nacional, cada uno de ellos dé al final de la reunión. Por mucho que se esfuercen, será extremadamente difícil que puedan hacer creer al ciudadano europeo que los elegidos sean 'los mejores' y más apropiados para el cargo. A estas alturas no cabe ya pedir imposibles. Es altamente improbable que el primer presidente del Consejo Europeo -la cara visible de la Unión Europea- sea alguien a quien recordemos con veneración dentro de veinte años. No será un Monnet ni un Delors, ni nadie del perfil que habría sido deseable. Nos daríamos por satisfechos con que 'in extremis' se salven los muebles y no se sobrepase la cercana línea del ridículo. Nos conformamos con que quienes salgan agraciados en la rifa -han circulado dos decenas de posibles nombres para cada cargo- se creyeran la importancia del puesto y de la labor que se les encomienda. Para marionetas de los miopes líderes nacionales actuales ya nos basta con el recién elegido presidente de la Comisión (Durao Barroso).

En el pasado, las situaciones de crisis solían ser los momentos históricos más propicios para que surgieran líderes con visión suficiente como para mirar más allá del 'cortoplacismo' político que delimitan las ambiciones electorales inmediatas. Sobre los escombros de la Segunda Guerra Mundial y los odios incrustados en la historia europea, personas de enorme talla (Schuman, Adenauer, Di Gasperi...) supieron poner en marcha un exitoso proceso de integración de quienes hasta pocos años antes eran enemigos acérrimos en el campo de batalla. Tras el final de la Guerra Fría y la desaparición del comunismo autoritario, hace ahora veinte años, de nuevo líderes con visión (Gorbachov, Kohl, González...) supieron reunificar Alemania sin derramamiento de sangre e impulsar la ampliación de la UE hacia el Este, saldando una deuda histórica; supieron igualmente dar los difíciles pasos necesarios para llegar a una moneda única que suponía una significativa pérdida de soberanía para los Estados participantes en la misma.
ambién ahora, en medio de una crisis de modelo y tras largos años de imperdonables titubeos de salón en torno a la fallida Constitución europea primero y al Tratado de Lisboa después, habría sido el momento de lograr por fin un tercer impulso al proceso de integración europea. De hecho, habría sido lo esperable para atajar la preocupante pérdida de protagonismo europeo en un mundo globalizado que indefectiblemente se escora hacia el Pacífico. Un mundo nuevo en el que la duda no es ya quién está en el G-20, sino saber si en el puente de mando real el timón será un G-2 (EE UU y China) o si cabe aspirar aún a un G-3 que permita la presencia añadida de la Unión Europea.

Para intentar mantener en el mundo esa posición de cierto protagonismo real el Tratado de Lisboa, que por fin entrará en vigor el próximo mes, contiene resortes de gran interés (reformas institucionales, nuevas competencias, cooperaciones reforzadas, etcétera). Pero los dos cargos cuyo nombre llevan discutiendo los líderes europeos son de particular interés y quién los ocupe no es cuestión baladí porque al final la personalidad condicionará la función. Por eso el presidente debería tener talla política suficiente para dar visibilidad a la Unión en el exterior y capacidad suficiente como para impulsar la acción comunitaria cuando en las sesiones del Consejo Europeo se siente nada menos que con los jefes de Estado y gobierno de los Estados miembros; es evidente que a esos líderes nacionales no les agrada verse presididos por alguien que pueda hacerles sombra en las fotos que vean sus opiniones públicas nacionales.
También la figura del ministro de Exteriores debería tener un perfil muy preciso ya que, con el doble sombrero de vicepresidente de la Comisión y presidente del Consejo de Ministros sobre Asuntos Exteriores, tendrá un servicio europeo de acción exterior de enorme potencial (alrededor de 5.000 funcionarios y una extensa red de delegaciones-embajadas repartidas por todo el mundo), y los recursos económicos de los que Javier Solana ha carecido durante su mandato. Es más, en el fondo, lo que está en liza no es sólo el reparto de cargos sino la concepción misma del poder futuro en la Unión Europea.

Pero no nos engañemos. El éxito o fracaso de Europa en el nuevo escenario internacional que se está configurando no depende del Tratado de Lisboa, por muchas potencialidades añadidas que contenga. Dependerá, casi por completo, de la voluntad política de los Estados. Y éstos últimamente no parecen estar muy seducidos por la belleza de Europa. Más bien están ensimismados en un glorioso pasado nacional que ya no retornará y en egos absurdos que impiden la adopción de necesarias decisiones en común. Parecen ignorar que éxitos pasados no garantizan el éxito futuro.

José Martín y Pérez de Nanclares, catedrático de Derecho Internacional Público de la Universidad de Salamanca.