Europa como destino

Por Eugenio Trías, filósofo y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO (EL MUNDO, 19/01/04):

Me sorprende que al acercarse la cita electoral solo aparezca de forma tímida una reflexión seria sobre la política exterior más conveniente para España. Es lógico que las cuestiones sociales y económicas se hallen en primer plano; en gran medida son los principales haberes de la opción gobernante de estos últimos ocho años. Se puede comprender, aunque no necesariamente compartir, que el debate sobre la organización territorial del Estado sea un asunto candente. Pero lo que me deja perplejo es la escasa atención que recae sobre este capítulo siempre importante para cualquier país, sea o no primera potencia mundial, se halle o no en la sociedad de los países más prósperos y de mayor influencia en los destinos mundiales.

El carácter insólito, o directamente descarriado, de la política exterior desarrollada por el Gobierno desde que tuvo el espaldarazo de la mayoría absoluta hace más urgente y necesario ese debate.Pues de repente, en estos últimos años, nos hemos encontrado los españoles con un giro de ciento ochenta grados en todas las complicidades y alianzas internacionales, para sorpresa de propios y de extraños.

¿Por qué la oposición no incide con dureza y obstinación sobre un aspecto de nuestra vida en común que ha tomado una deriva particularmente alarmante y peligrosa? Del modo como dirimamos esta cuestión se irá perfilando nuestro entorno geopolítico y cultural más inmediato; y con ello nuestro destino. Éste, en principio, no parece ser otro que el europeo. Y sin embargo todo parece conjurarse para que la Europa que nos es más próxima aparezca, de pronto, como territorio hostil, lejano; extraño y extranjero a nuestras aspiraciones nacionales.

No tiene sentido insistir en una suerte de independentismo de hecho en relación con el proyecto europeo, jugando la baza algo traidora, y esquiva a nuestros intereses desde todos los puntos de vista, que ha conducido a un destino bastante triste: que sólo Polonia sea, en estos momentos, nuestro único y firme aliado continental.

Para muchos de los que habitamos este país, y que nos queremos y creemos españoles, la identidad europea tiene una significación parecida, o incluso mayor, en la comprensión de nosotros mismos, que la propiamente española. Es verdad que en España la tendencia aislacionista, en los hábitos de sus ciudadanos, se acentúa y refuerza por un destino provinciano, marcado por la existencia física de los Pirineos, y por una tendencia al encierro en este ruedo del cual sólo parece que podamos ir aclarándonos a nosotros mismos según lo plasmó el pincel de Goya: matándonos a garrotazos.

Es este un país algo histérico en sus grescas periódicas relativas a su modelo de configuración territorial; con suma facilidad se encrespa en trifulcas que no parecen admitir matiz ni reflexión.La prensa es, en ocasiones, responsable de promover una intoxicación de los ánimos que consigue, con suma frecuencia, lo contrario de lo que se propone; ya que quienes deciden las mayorías políticas (absolutas o relativas) constituyen una franja mesocrática en sus valores a la cual las alarmas de una próxima violencia fratricida (que para algunos está a la vuelta de la esquina) les previene, les atemoriza y les retrae.

Pero eso parece ser el entretenimiento nacional, particularmente absurdo si se viaja por todo el mundo, especialmente a zonas del llamado Tercer Mundo, ya que el nivel de vida que una amplia mayoría ha alcanzado aquí es, sencillamente, espectacular. Los problemas y conflictos internos que a algunos pueden parecerles gravísimos son, en comparación con lo que puede suceder en cualquier país latinoamericano, por ejemplo Perú, que recientemente he visitado, algo sencillamente ridículo y de poca monta.

Y sin embargo tiene suma importancia lo que por el contrario no parece suscitar interés nacional: la política exterior, que en los últimos tiempos se ha conducido del peor modo, arruinando firmes alianzas, especialmente europeas, e incluso bombardeando lo que para muchos constituye el único sentido y lugar en el cual nuestro común país, España, adquiere y alcanza su verdadero destino. Pues desde luego se puede ser plenamente español, a mi modo de ver, sólo y en la medida en que se siente y consiente en ser plena, íntegramente europeo. Ambas cosas son, creo, innegociables, como lo es también la pertenencia a aquella nacionalidad, o marco autonómico, que compone nuestro lugar de residencia y trabajo.En mi caso Cataluña.

Pero en ese tríptico de integraciones debo decir que la asunción de mi propia biografía y relato adquiere una paridad contextual al atender, de lo menor a lo mayor, o en una jerarquía que no es de significación sino de extensión, a estos tres encajes y cobijos: Cataluña, España, Europa.

Pero ¡cuidado con olvidar el más extenso! Quizás también el menos intenso, pero que sobrevuela hoy por hoy la contextualización autonómica y la del Estado-nación.

Se corre el riesgo de asumir, por parte de una práctica gubernamental que ha sido bastante obtusa, un modelo casi serbio, o inspirado en el papel de Serbia en la antigua Yugoslavia. El partido gobernante, en su obsesión por la Unidad, ha generado un espectro gigantesco de aversión y fobia compartida. Pues no se llega a la disgregación tan sólo por desvaríos en forma de órdagos como en los recientes despropósitos del actual gobierno vasco. También se llega a lo mismo a causa de un empecinamiento furioso en la Unidad Nacional que sitúe como enemigos reales y potenciales a todos los que no comulgan con ese poco atractivo programa, enrocado de mala manera en la literalidad del texto constitucional.

Como si no existiese distinción entre letra y espíritu. Como si a estas alturas se tuviese que comulgar con una suerte de wahabismo político que obligase a todas las formaciones de este país a atenerse a la letra carnal del texto en descuido de su posible hermenéutica, o de su interpretación espiritual. ¡Como si la Constitución fuese lo que es el Corán en la lectura de los integristas!

Si queremos salir del desvarío furioso promovido entre un Unitarismo que evoca a Primo de Rivera y un Independentismo montaraz, salvaje, como el que se sugiere desde ciertos sectores del País Vasco, debe modificarse y desplazarse radicalmente el debate nacional.

El debate tiene que plantearse, si quiere ser responsable, si desea mantener y preservar la paz civil de estas últimas décadas democráticas, entre distintos modelos de España plural: el federal, el confederal, el autonómico vigente (sólo que actualizado.) Y eso a todos los niveles, no sólo al económico y judicial; sobre todo atendiendo a las asimetrías que de hecho ya existen, y que ponen siempre fuera de la discusión el carácter ultra-privilegiado de los sacrosantos fueros de Navarra y del País Vasco. ¿No sería el momento de discutir sobre los privilegios históricos obtenidos tras el célebre Abrazo de Vergara? ¿Por qué tantos se rasgan las vestiduras siempre que se introduce el adjetivo de la asimetría en el posible modelo federal de España, cuando esa asimetría existe de hecho a partir de estatuto privilegiado que poseen Navarra y el País Vasco?

Pero más acá o más allá de estos debates importa que no se olvide una discusión tan importante o mayor, ya que atiende al carácter de nuestra propia significación cívica, humana, política, la que nos sitúa, velis nollis, en un contexto europeo, para muchos por pura necesidad, para otros como posible vocación (o como «proyecto de vida en común», para decirlo al orteguiano modo).

Muchas son las cosas que nos unen, en valores, en cultura, en sentido de la vida, con aquellos países que debieran ser prioritarios en nuestras relaciones, como lo fue en las últimas décadas, y que ha dejado de serlo, de manera incomprensible, en los últimos cuatro años. No para situarnos siempre en posición ancilar o servil frente a Francia y Alemania; pero sí, en cambio, para entablar vínculos relevantes y coordinados con sus modos de entender la construcción de este continente que es, sobre todo, una comunidad de valores (económicos, sociales y culturales.)

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