Europa como Ícaro o como Dédalo

Europa tiene un déficit de narrativa y de estrategia, y, en definitiva, de agencia. No está todavía en el mundo como un agente político coordinado con suficiente legitimidad de origen (que supone la presencia decisiva de un demos) y legitimidad sustantiva (que implica la solución efectiva de problemas mayores). Con ese déficit se enfrenta hoy al reto de una situación turbulenta que viene de tiempo atrás y que se prolonga. Colmar el déficit de agencia y manejar la situación requieren entender que la identidad de Europa (su ser) y su política (su hacer) dependen no tanto de factores externos cuanto de la estrategia y el imaginario de ciudadanos y políticos en interacción con el conjunto de su sistema institucional (democracia, economía de mercado, sociedad civil) y su trasfondo cultural.

Ese imaginario, sin embargo, tiene un punto muy débil: un marco interpretativo binario que, primero, contrapone rígidamente los dos polos de globalismo versus localismos, que se solapa en parte con el de europeísmo versus nacionalismos (o populismos); y, segundo, presupone que esa contraposición tiende a ser cada vez más intensa y estamos ante un proceso de polarización creciente.

Por mi parte, cuestiono lo primero, es decir, el marco interpretativo; y asimismo lo segundo, porque considero que no estamos ante una causalidad situacional o estructural tan potente que marque tendencia, sino ante un drama abierto.

Sin duda, la contraposición tiene su parte razonable y se hace eco de las contiendas del momento identificándolas como lo hace una parte muy significativa de los contendientes, y es una llamada de alerta sobre sus extremismos. Pero tiene otra, irrazonable. En su versión habitual, simple y rígida, la contraposición aviva la lucha política sin favorecer su entendimiento, y entorpece los procesos de debate y decisión de la comunidad política europea. Procesos que requieren estar muy atentos a la especificidad, la complejidad y los matices de las circunstancias; sobre todo si lo que se pretende es la participación de los ciudadanos en la política, y no su manipulación.

Sugiero explorar otro marco interpretativo centrado en torno a la posibilidad de un equilibrio dinámico y razonado entre los contendientes, que favorecería una conversación entre ellos y la inclusión de quienes no se sitúan en un lado u otro.

Imaginemos un escenario dramático en el que Europa recita su monólogo como un actor que oscila entre dos personas o dos máscaras (máscara de actor: el referente original del término latino de persona). Puede representar su papel con una máscara patética, de desdoblamiento entre dos mitades airadas, lo que le aboca, en su límite, tal vez, a un trastorno de personalidad múltiple o a un desorden bipolar. O hacerlo con otra más serena, reflejo de una suerte de diálogo interior, de conversación permanente consigo misma, que le permita una conducta relativamente más coherente. Lo primero daría lugar a una escena reiterada de duelos entre enemigos, y lo segundo, a un juego de identidades complejas, formas civilizadas y posiciones tentativas, que podrían reforzarse mutuamente. Las identidades complejas de los ciudadanos suscitarían, en este caso, políticas identitarias congruentes con un sentirse todos (o casi todos) europeos y nacionales, y estos sentimientos de pertenencia a una comunidad (y/o un conjunto de comunidades entrelazadas) irían acompañados de tratos continuos y de la sensación de que todos participaban en la búsqueda de un bien común. Esto, a su vez, reforzaría la probabilidad de abocar a compromisos en las políticas sustantivas, las socio-económicas, por ejemplo, poniéndose así de relieve que una amplia mayoría de los ciudadanos eran más realistas y pragmáticos y moderados y reformistas, en definitiva, más parecidos entre sí, de lo que se suele reconocer en el debate público.

Este marco interpretativo (con su dimensión explicativa y su dimensión normativa) permitiría entender mejor las siete décadas transcurridas desde la Segunda Guerra Mundial, e incluso, si adoptamos una visión de muy largo plazo, daría pie a un relato de la formación de Europa como un proceso contingente y dramático, alternando logros admirables con desidias y desvaríos importantes, pero susceptible de ser razonado, y como tal transmitido, a las generaciones siguientes.

Ese relato ayudaría a comprender a Europa como un sujeto, pero no a la manera prometeica, asaltando el Olimpo, sino con un (mucho) mayor sentido de sus límites. No como el relato de quien decide su proyecto, sino como el de quien reconoce su telos. No como el de un demiurgo que crea su propia realidad, sino como el de una agencia humana co-protagonista y co-responsable del proceso histórico en tanto que cooperador necesario ("de los dioses", como decían los antiguos romanos en sus momentos de triunfo) en el desarrollo del mismo.

El protagonista del relato europeo sería, pues, un sujeto colectivo, con sus inercias y con sus proyectos, unas veces, grandes, y otras, no tanto. Y por ello, preferiblemente, con un toque de dignidad y un toque de humildad.

Cabe ilustrar el argumento recurriendo a un relato legado de nuestra tradición mito-poética occidental, en este caso de la mitología grecorromana, que está asociado, precisamente, de algún modo, al mito de Europa. Una Europa que, transportada por Júpiter, arriba a Creta y tiene, entre otros hijos, a Minos; de donde arrancan, a su vez, otras leyendas, las cuales incluyen la de Dédalo e Ícaro.

Evocando la leyenda, y aplicándola a nuestra situación, digamos que podemos optar por que ese sujeto colectivo nuestro de hoy se comporte como uno u otro de los dos personajes del relato mítico original, como Ícaro o como Dédalo. Y, puestos a ello, mejor hacerlo, no como un Ícaro desafiante que se cree dueño de su destino, sino como un Dédalo decidido a volar pero prudente, sabiendo que sus alas son de cera.

Dédalo quiere huir del laberinto en el que le encierra Minos, y, puesto que la tierra y el mar se lo impiden, trata de escapar por el aire. Fabrica sus alas de cera y de plumas, y, con ellas, le da a Ícaro, su hijo, el consejo de evitar tanto el descender demasiado, y permitir que sus alas se humedezcan, como el subir demasiado, y dejar que el calor del sol las derrita. Pero a Ícaro le puede el ansia de desafiar al sol. Sube demasiado. Y, sus alas fundidas, cae al mar.

Sigamos el consejo de Dédalo. Evitando los extremos del marco binario y agónico habitual (del griego agon: contienda, desafío, lucha), que favorece un sueño de omnipotencia estimulado por la imagen de la victoria sobre un enemigo derrotado y postrado, veamos estos tiempos turbulentos como tiempos propicios. Propicios para el aprendizaje de un saber volar, y un saber tocar tierra.

Víctor Pérez Díaz es presidente de Analistas Socio-Políticos, Gabinete de Estudios. Este artículo está basado en un estudio sobre cuestiones europeas patrocinado por Funcas.

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