Europa como mito en el que proyectar una España mejor

Se atribuye a Churchill la definición del fanático como “la persona que no puede cambiar su forma de pensar y no quiere cambiar de conversación”. El hilarante episodio del preso que pide el cambio de celda porque no puede soportar la verborrea de su vecino secesionista confirma el acierto de la frase.

El fanatismo es una patología contagiosa, no sólo para los directamente infectados, sino también para el resto, como demuestra el hecho de que el asunto catalán se haya adueñado de todas las conversaciones, por lo que debemos preguntarnos si no sería más razonable que habláramos menos de Cataluña y más de España.

Absortos y desconcertados por la confusión y el ruido hemos desatendido nuestro auténtico interés. Carece de sentido intentar aplacar a los fanáticos, a los que nada debemos. Serán ellos quienes hayan de procurar remedio a su desvarío. El exaltado es refractario a razones y argumentos, de modo que sólo la dolorosa aceptación del principio de realidad puede devolverle la cordura.

Pero la aplicación de este principio exige también admitir que el ser humano necesita soñar con un mundo mejor. El mito surge como compensación de nuestra condición precaria. “Habrá mitología mientras haya mendigos”, dijo Walter Benjamín.

El reclamo del paraíso ha sido una ensoñación que ha fascinado a la humanidad a lo largo de la historia y ha servido para fijar un ideal común que mantuviera unido al grupo, pero con frecuencia el sueño ha acabado en un amargo despertar y al entusiasmo inicial le ha sucedido el cruel desengaño que produce el paso de la utopía a la realidad.

No se trata de abandonar los mitos, sino de proyectarlos de modo consistente para que sean accesibles. Este es el verdadero desafío: encontrar un proyecto colectivo ilusionante que movilice las energías sociales hacia un objetivo compartido. Ello requiere elevar el vuelo del espíritu por encima de la mediocridad dominante y dedicar los esfuerzos a la auténtica política.

El ejercicio de la política reclama una permanente transacción entre los deseos y la realidad, tal como condensa la conocida sentencia “la política es el arte de lo posible”, que refleja con acierto el sentido ambivalente de la actividad pública. Por una parte, declara implícitamente que lo imposible está fuera del campo de la política, pero también reconoce que el ámbito de lo posible es indeterminado y depende de circunstancias y factores diversos, entre ellos, el genio humano, cuyo “arte” puede convertir en posible lo que sin esa inspiración no lo sería.

Antes de afrontar los retos del futuro, conviene detenerse a pensar de dónde venimos, porque el pasado reciente contiene claves que pueden orientar el azaroso ejercicio de proyectar el porvenir. La hoy tan cuestionada transición política de 1978, ofrece una magnífica oportunidad, por sus aciertos y errores, por sus carencias y excesos, para investigar y extraer de la experiencia algunas enseñanzas.

Las brumas del largo invierno del franquismo se fueron disipando a medida que se acercaba su final. La eficaz política turística promovida bajo el lema “Spain is diferent”, atrajo a nuestras costas a multitudes de europeos ávidos de sol y con ellos llegaron noticias de costumbres y hábitos ajenos a los nuestros. El flujo de entrada fue correspondido por otro en sentido inverso de muchos jóvenes españoles que empezamos a recorrer Europa en una especie de viaje iniciático que desvelaría para nuestra sorpresa modos de vida ignorados.

Este descubrimiento despertó la conciencia de nuestra singularidad y dio paso a un sentimiento de frustración seguido de un deseo profundo de cambio. Nos había sido revelado un edén realmente existente, no producto de un delirio nacionalista o ideológico, sino una realidad verificable con sólo cruzar los Pirineos. Desde entonces un ansia incontenible de libertad encontró en el modelo europeo su mejor expresión.

La fe en un destino común logró encauzar las energías de aquella sociedad en una sola dirección para alcanzar acuerdos impensables en otras circunstancias. La Constitución selló la reconciliación entre las dos Españas enfrentadas durante más de siglo y medio y en un período breve se aprobaron normas que requerían un amplio consenso ciudadano porque afectaban a costumbres arraigadas, como la ley del divorcio o a intereses en conflicto, como la reforma tributaria. Queríamos ser europeos; sabíamos que ese era el precio exigido por vivir en una sociedad avanzada y estábamos decididos a pagarlo.

Así se inició el más dilatado período de paz, libertad y prosperidad de nuestra historia.

Sin embargo, nada es definitivo y cualquier objetivo se agota con su cumplimiento. El éxito es, además de esquivo, provisional. Nos encontramos ahora en la fase de desencanto que sucede a la euforia y el triunfo inicial ha derivado en frustración cuando el tiempo, juez inexorable, muestra errores, imprevisiones y desaciertos.

El entusiasmo europeísta corrió en paralelo con una dilución del sentimiento nacional español, avergonzado del pasado franquista que se había apropiado de símbolos y emblemas de nuestra historia común. Por otra parte, se desbordó la pasión nacionalista en algunos territorios y, en especial, en el País Vasco y ahora con gran virulencia en Cataluña donde se han rebasado los límites de la legalidad de forma insólita, tras agitar las emociones sociales en torno a un proyecto que, pese a ser inviable, resulta creíble para amplios sectores de la población. Una característica del sectarismo es ser, al mismo tiempo, desconfiado y crédulo, es decir, puede paradójicamente cuestionar lo evidente y creer lo inverosímil.

La combinación de los efectos descritos ha debilitado el sentido de identidad española y excitado una pasión localista rancia y retrógrada, con un resultado también negativo para nuestra declarada vocación europea que estaría mejor servida desde un estado nacional fuerte.

La Unión Europea es una construcción política y económica singular, que avanza sin una hoja de ruta completamente definida, pero tiene claro su origen y destino. No conviene olvidar que se trata de una organización formada por estados nacionales y éstos siguen desempeñando un papel esencial en su dinámica y funcionamiento.

El proyecto europeo es tributario del liderazgo indiscutido de Alemania y Francia. Así ha sido hasta ahora, pero estamos en una nueva etapa, en que ha aumentado el número de miembros y con ellos los problemas e incertidumbres, lo que hace necesario reforzar su impulso con otros protagonistas destacados.

España tiene una responsabilidad histórica, porque hemos contraído una importante deuda de gratitud con Europa y ahora debemos participar en la construcción europea, asumiendo la cuota de liderazgo que nos corresponde por cultura, historia, población, economía, territorio y situación geopolítica.

Pero es mucho más que un deber, es una auténtica necesidad. Resulta imprescindible definir un objetivo común que permita cohesionar a una gran mayoría de los españoles en torno a un proyecto compartido. Esta propuesta no constituye, al igual que la prevista reforma constitucional, una respuesta inmediata a los problemas del presente, sino que atiende al previo requisito de fijar un marco ilusionante, consistente y ordenado donde quepamos todos, sin exclusiones, ni privilegios.

Los españoles tenemos propensión a minusvalorar nuestras cualidades y capacidades colectivas, incluso somos más críticos con nosotros mismos que quienes nos observan desde el exterior. Hay además en el carácter español algún intangible valioso, no detectado por los estudios sociológicos, pero que fue captado por la atenta mirada de un europeo clarividente. Albert Camus, en su libro, El revés y el derecho, nos dedicó esta mención: “Existe cierta forma de estar a gusto en la alegría que define la auténtica civilización. Y el pueblo español es uno de los pocos civilizados de Europa”.

Ángel Bizcarrondo Ibáñez es inspector de finanzas del Estado. Ha sido director general del Ministerio de Hacienda y director del Centro de Estudios Garrigues.

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