Europa contra el populismo

El populismo avanza incansable por el año electoral europeo. El 2017 es decisivo para el futuro de Europa, con las elecciones de ayer en Francia y las de otoño en Alemania, sin olvidar las anticipadas ya convocadas en el Reino Unido o las celebradas en Holanda, donde el continente pudo tomarse un momento de respiro al conocer la derrota de los ultraderechistas del Partido por la Libertad. La victoria de Donald Trump en Estados Unidos, considerada la primera gran victoria del populismo, auguraba muchas réplicas por llegar, especialmente en el Viejo Continente. Y aunque en Francia se haya impuesto el centrista liberal Macron, hemos visto cómo el populismo ha conquistado la larga campaña de las presidenciales, así como los programas electorales de los distintos partidos, convertidos en simple seducción, carentes de soluciones y de argumentos, dejando a su paso cada vez más votantes desesperanzados.

El populismo no es nada nuevo, siempre ha estado ahí. Pero fue la crisis y su mazazo al futuro lo que ha ido alimentando el auge de estas formaciones. Los ciudadanos han vivido los últimos años con un sentimiento de injusticia, perdiendo la confianza en sus principales representantes políticos. Los partidos tradicionales, aletargados, han sido adelantados por otros de nuevo cuño, entre ellos los populistas, que tratan de llevar las aguas a su molino, sin saber aquéllos dar respuesta adecuada a las simplistas recetas de éstos. Vivimos una metamorfosis electoral: de escuchar al pueblo a decirle al pueblo lo que quiere escuchar. El mundo de la información vive de puntillas, sin profundizar en los problemas y sin buscar soluciones, lo que ha catapultado a formaciones políticas superficiales, de piel, cuyos programas están más cerca de los eslóganes que de proyectos de gobierno sólidos y viables.

¿Existe un vector común? Sí, la seducción de masas. La esencia del populismo es la brecha entre los discursos y las propuestas contenidas en sus programas electorales y su viabilidad futura. Se asientan sobre promesas irrealizables porque no pretenden fijar compromisos para con los ciudadanos, ni siquiera para con sus votantes, sino la sola movilización para llegar al poder.

De ahí la importancia que se otorga a la imagen, acompañada de mensajes simples pero efectivos. Ahora lo difícil parece ser llegar al votante con argumentos. Marine Le Pen, la candidata del Frente Nacional galo, y Jean-Luc Mélenchon, del partido Francia Insumisa, han sido los últimos ejemplos de cómo los programas electorales y las propuestas que contienen se han reducido a meros eufemismos para reclamar el voto. Extrema derecha y extrema izquierda, paradójicamente, han presentado propuestas muy similares: salida de la OTAN y de la Unión Europea, proteccionismo, aranceles y más gasto público. Para ambas, el rechazo de Europa es el mismo.

En un clima de pesimismo en Francia, los ciudadanos necesitaban como nunca programas honestos, transparentes y realizables, más aún en un momento en el que la economía lo requiere. La deuda francesa asciende a más de dos billones de euros (el 96% de su PIB) y su gasto público es uno de los más altos de Europa. En una situación en la que el control del déficit y los objetivos de estabilidad presupuestaria se colocan como la primera prioridad política y gestora, debería existir un mecanismo que evaluara previamente la viabilidad y consecuencias de las promesas electorales.

Izquierda y derecha han ido homogeneizándose, algo perceptible especialmente en sus programas electorales y sus propuestas económicas. Los populismos de ambos extremos han llegado para romper con esa homogeneidad, aunque todos ellos tienen un punto en común: la escasa concreción de sus promesas electorales, de puro contenido retórico. La sociedad debe ser consciente de que a toda simplicidad en la formulación de las propuestas se anticipa la posterior inmunidad ante cualquier reproche o penalización en las urnas. Para ello hay que devolver al programa electoral el lugar que merece, dotarle de credibilidad y volver a entenderlo como el compromiso fiel con los votantes. Por otro lado, y en época de crecimiento de los populismos de uno y otro signo, parecería lógico un mayor entendimiento entre los partidos moderados.

Cambiemos la concepción actual de que todo se puede ganar con una buena campaña, sin que importe la calidad del programa electoral. Éste es la base de todo: de un argumentario sólido y válido que pueda ser valorado por los votantes, de una campaña real que se traduzca en un mandato de gobierno realizable, de un candidato honesto con el pueblo... Apelar a las emociones es, sin duda, válido y efectivo, pero suscitar en el ciudadano confianza es la mayor expectativa y el mejor resultado posible. Para ello, es fundamental contar con un votante informado, que sea capaz de analizar objetivamente si las promesas son realistas y realizables.

Para conseguirlo, en nuestro país, la Fundación Transforma España ya está trabajando en ello, a través de la reciente iniciativa Coherencia Económica de los Programas Electorales, que pretende garantizar la viabilidad normativa, competencial, fiscal y presupuestaria de las promesas electorales a través de un sistema de auditoría a cargo de una entidad independiente, en este caso la AIReF. Hasta ahora han sido los partidos políticos los encargados de elaborar el programa y es hora de que sean los votantes quienes decidan su credibilidad, conociendo de dónde va a proceder el dinero destinado a cada medida, cuánto va a costar y qué partidas se verán contrarrestadas en cada caso.

Un mecanismo que puede y debe ser replicado. De hecho, en Europa encontramos el germen y el referente de esta iniciativa, en concreto en Holanda. Desde 1986, la Oficina Holandesa de Análisis de Política Económica evalúa los efectos económicos de los programas. La evaluación no es obligatoria pero, en la práctica, la totalidad de los partidos holandeses someten su programa a la evaluación, considerando que las estimaciones del CPB dan credibilidad a su campaña y no participar en ellas se la quitaría, lo que les pondría en una situación de inferioridad respecto a todos los demás.

Europa necesita más que titulares, más que eslóganes. En Francia la participación en los comicios ha caído y hoy pesa más que nunca la abstención, consecuencia del desencanto de unos votantes que no están convencidos con ninguna de las propuestas. Si no proponemos iniciativas de cambio y mejora de la salud de nuestra democracia, no podremos evitar repetir los mismos errores de la Europa de principios del siglo XX.

Se acaba de celebrar el 60º aniversario del Tratado de Roma, el germen de lo que hoy es la UE; nunca como ahora la unión había sido tan frágil. Confiemos en que otra vez, y como el ave fénix, Europa sea capaz de sacar fuerzas de flaqueza, unirse políticamente y hacer oír su voz en un mundo que quiere adoptar sus principios, sus valores y su modo de vida, pero que cada vez le escucha menos. Necesitamos reinventarnos, avanzar y atender nuevos retos con una respuesta que no puede provenir del actual sistema de gobernanza mundial nacido en unas circunstancias radicalmente distintas de las actuales. Debemos pues esforzarnos en la tarea urgente de construir un nuevo andamiaje de instituciones (o de modificación de las existentes) que sea capaz de hacer frente a los nuevos retos.

La democracia es debate, es reconocimiento. La democracia son ciudadanos participativos y empoderados. La evaluación de los programas electorales es una de muchas herramientas que podemos ofrecer al ciudadano para mejorar la salud democrática no sólo en España, sino también en Europa, y nace en el año electoral más trascendental de las últimas décadas.

Eduardo Serra Rexach, exministro, es presidente de la Fundación Transforma España.

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