Europa decepciona en la cuestión eléctrica

Dos años de crisis energética sin precedentes no han sido suficientes. No ha sido suficiente que la inflación en Europa haya superado los dos dígitos, aupada, entre otros, por la escalada de los precios de la electricidad y su traslación a los precios de tantos otros bienes y servicios. No ha sido suficiente que ello haya contribuido a la subida de tipos de interés por parte del Banco Central Europeo (BCE), agudizando la pérdida de renta disponible de los hogares hipotecados, encareciendo las inversiones de las empresas y devaluando los activos financieros en los balances de la banca. No ha sido suficiente que el aumento de los costes energéticos haya puesto en riesgo la competitividad de la industria europea y, con ello, la supervivencia de algunas empresas y puestos de trabajo.

Europa decepciona en la cuestión eléctrica
Enrique Flores

Nada de esto ha sido suficiente para que la Comisión Europea haya reaccionado con la que hubiera sido la medida antiinflacionista más eficaz: una reforma pro-competitiva de los mercados eléctricos. Su propuesta no aporta nada nuevo para evitar que los episodios que hemos vivido durante estos años se repitan. Como tampoco aporta los instrumentos necesarios para abordar la transición energética de forma eficiente y equitativa, permitiendo que los consumidores se beneficien de los menores costes de las energías renovables e incentivando la electrificación como vía principal para descarbonizar la economía.

Para evitar que en situaciones de crisis los precios del gas contaminen los mercados eléctricos, la Comisión habilita a los Estados miembro a regular los precios de la electricidad para los hogares. S in embargo, no especifica cómo se va a pagar la diferencia entre el precio de los mercados eléctricos —que seguirá afectado por los precios del gas— y el precio regulado. La experiencia pasada y reciente no aporta buenos augurios. En España , el ministro Rodrigo Rato adoptó una medida similar que dio lugar al déficit tarifario, casi 30.000 millones de euros que todos los consumidores eléctricos seguimos pagando. De forma similar, durante estos dos años, los Estados miembro, en función de sus capacidades fiscales asimétricas, han amortiguado el impacto de los costes energéticos a través de ayudas públicas. Pero, en ambos casos, son los consumidores eléctricos y los contribuyentes los que, en última instancia, han acabado pagando.

Regular los precios finales no evita el problema porque no ataja su raíz: la sobrerretribución de algunas centrales de generación eléctrica (nuclear, hidroeléctrica y renovables) cuando su producción —de costes bajos, ajenos a las fluctuaciones del gas— es retribuida a precios que superan de tres a diez veces sus propios costes. Lo había diagnosticado bien Ursula von der Leyen en su discurso del Estado de la Unión (“Las fuentes de energía bajas en carbono están obteniendo ingresos con los que nunca soñaron… [y que] no reflejan sus costes de producción”) y por eso decepciona que la propuesta de la Comisión haya ignorado esa realidad incontestable. Por el contrario, se debía haber habilitado a los Estados miembro a limitar la retribución de estas centrales, máxime cuando en algunos casos —como en España— se trata de centrales previas a la implantación del mercado eléctrico vigente, y a las que la regulación siempre garantizó la recuperación de sus costes, como así ha sido.

La Comisión deja desprotegidos a los consumidores industriales, a quienes recomienda que contraten la electricidad a precios fijos para evitar la volatilidad en sus costes energéticos. Pero olvida que el principal problema no es la volatilidad, sino el nivel de precios. Como olvida también que no es que la industria no quiera contratar su electricidad a precios estables y competitivos, es que no tiene la posibilidad de hacerlo. No hay suficientes contratos a un plazo suficiente para cubrir las necesidades de la industria, y sus precios no son competitivos porque siguen reflejando los precios de los mercados de corto plazo que inevitablemente son, bajo la actual regulación, su referencia subyacente.

La supervivencia de la industria europea depende de que sus costes energéticos sean competitivos. La mejor manera de conseguirlo no es a través de subvenciones, sino a través de un diseño del mercado eléctrico que potencie la competencia. Bajo la propuesta actual, difícilmente se evitará la desindustrialización de Europa.

La Comisión acierta al preservar los mercados a corto plazo para promover la eficiencia en la producción eléctrica. También acierta al denunciar la falta de contratación a largo plazo que debería servir para fomentar las inversiones en renovables y el desacople de los precios de la electricidad de los del gas. Pero falla en el mecanismo elegido: la contratación bilateral privada a largo plazo entre generadores y grandes compradores (industriales o comercializadores). La Comisión quiere favorecer este tipo de contratos por tres vías. Por una parte, pide que existan garantías contractuales suficientes, lo que exigirá ayudas públicas que además de ser onerosas para las arcas públicas, podrían dar lugar a problemas de riesgo moral. También obliga a las comercializadoras de electricidad a contratar a plazo parte de sus ventas, favoreciendo a los operadores integrados frente a los comercializadores independientes, y encareciendo el precio de la electricidad para el consumidor final. Y, por último, propone que en las subastas que realice el regulador se favorezca a los generadores con energía contratada a plazo, lo que distorsionaría la elección eficiente de las inversiones en renovables.

En cualquier caso, la contratación bilateral privada a plazo no es la solución. Este tipo de mercados, además de ser discriminatorios con los consumidores sin capacidad de negociación —la inmensa mayoría—, no solucionan las necesidades de cobertura de los clientes, y su opacidad se traduce en una menor presión competitiva y mayores precios.

Por el contrario, las subastas de contratos a largo plazo con el sistema eléctrico como contraparte —como las celebradas en España para las inversiones en renovables— han demostrado ser eficaces para aportar precios competitivos y estables en beneficio de todos los consumidores. Además, dan predictibilidad a las inversiones, cuestión fundamental para que se desarrolle la industria en torno al despliegue de las renovables. La propuesta de la Comisión debía haber exigido a los Estados miembro celebrar estas subastas para cubrir una fracción significativa sus inversiones comprometidas en sus planes nacionales de energía y clima. Y no sólo no lo ha hecho, sino que recomienda que estas subastas se utilicen como un último recurso cuando el mercado de contratos bilaterales privados falle.

El sector eléctrico, de la mano de las energías renovables y de sus menores costes, puede ser una fuente potente de crecimiento económico y bienestar. Pero tiene que ir acompañado por una regulación eléctrica que asegure que todos los consumidores se beneficien de ello. La elección de instrumentos regulatorios inadecuados, como los que propone la Comisión, podría frustrarlo. Como también podría frustrar el que florezca una industria europea en torno a estas inversiones, o el que se evite la fuga de la industria. Por último, no es admisible que la Comisión consienta que la regulación eléctrica ampare rentabilidades con las que las empresas eléctricas “nunca soñaron”, a expensas de los ciudadanos y de la industria europea.

Ahora es el turno del Parlamento Europeo y del Consejo. Reconducir una propuesta decepcionante hacia una regulación eléctrica a la altura de los retos es su responsabilidad.

Natalia Fabra es catedrática de Economía de la Universidad Carlos III de Madrid.

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