“¡Europa se democratizará o se desintegrará!”. Esta máxima no es solo una frase pegadiza del manifiesto del Movimiento Democracia en Europa (DiEM25), de cuyo lanzamiento en Berlín participé. Es un hecho simple, aunque poco reconocido.
Que Europa se está desintegrando es innegable. Dondequiera que uno mire, ve surgir nuevas divisiones: a lo largo de las fronteras, dentro de nuestras sociedades y economías, y en las mentes de los ciudadanos europeos.
La pérdida de integridad de Europa se hizo dolorosamente evidente en la etapa más reciente de la crisis de los refugiados. Los líderes europeos pidieron al presidente turco Recep Tayyip Erdoğan que abra las fronteras de su país a los refugiados que huyen de la ciudad siria de Alepo, devastada por la guerra; pero al mismo tiempo, criticaron a Grecia por permitir la entrada de esos mismos refugiados en territorio “europeo”, y llegaron a amenazar con levantar vallas a lo largo de la frontera entre Grecia y el resto de Europa.
Una desintegración parecida puede verse en el ámbito de las finanzas. Si una ciudadana estadounidense se gana la lotería, le dará lo mismo que el premio se deposite en un banco con domicilio en Nevada o en Nueva York. Pero en la eurozona es distinto. La misma suma de euros tendrá diferentes valores “esperados” en una cuenta bancaria portuguesa, italiana, griega, holandesa o alemana, porque los bancos de los países más débiles dependen de rescates de gobiernos con problemas fiscales. Esto es un signo claro de desintegración de la moneda común.
En tanto, en el corazón de la Unión Europea se están abriendo y multiplicando abismos políticos. El Reino Unido está dividido entre quedarse o irse, y esto es reflejo de la crónica falta de voluntad de su establishment político para defender a la UE y al mismo tiempo enfrentar su autoritarismo. El resultado es un electorado que corre a culpar de todos los males a la UE, pero al que no le interesa ni movilizarse por más democracia en Europa ni abandonar el mercado común europeo.
Lo más preocupante es que el eje franco‑alemán que sirve de motor a la integración europea se fracturó. Emmanuel Macron (ministro de economía de Francia) lo puso en los términos más terroríficos, cuando declaró que los dos países van rumbo a una versión moderna de la Guerra de los Treinta Años entre católicos y protestantes.
Al mismo tiempo, los países del sur de Europa languidecen en un estado de recesión permanente por la que acusan a los países del norte. Y por si fuera poco, otra preocupante línea de falla apareció a lo largo de la antigua Cortina de Hierro: los gobiernos de varios países excomunistas desafían abiertamente el espíritu de solidaridad que era la marca distintiva (al menos en teoría) del proyecto europeo.
¿Por qué Europa se desintegra? ¿Y qué puede hacerse al respecto?
La respuesta está en los orígenes de la UE. Esta comenzó como un cartel de industrias pesadas, decididas a manipular precios y redistribuir ganancias monopólicas mediante una burocracia radicada en Bruselas. Para poder fijar precios en toda Europa, también había que fijar los tipos de cambio. Durante la era de Bretton Woods, este “servicio” lo proveía Estados Unidos; pero cuando en 1971 Estados Unidos dio por terminado ese arreglo, los administradores del cartel de Bruselas empezaron a diseñar un sistema europeo de fijación cambiaria. Tras una serie de fracasos (a menudo espectaculares), nació el euro, un modo de unificar para siempre los tipos de cambio.
Como todos los jefes de cartel, para los tecnócratas de la UE una democracia paneuropea auténtica era una amenaza. Paciente, metódicamente, se puso en marcha un proceso de despolitización de la toma de decisiones. A los políticos nacionales que dieron el visto bueno se los recompensó generosamente, mientras que todo aquel que se opusiera a la metodología tecnocrática del cartel fue tildado de “antieuropeo” y relegado.
De modo que aunque los países europeos siguieron siendo democráticos, las instituciones de la UE, a las que se transfirió la soberanía respecto de decisiones cruciales, nunca lo fueron. Como explicó Margaret Thatcher en su última alocución como primera ministra ante el Parlamento Británico, quien controle el dinero y los tipos de interés controla la política de Europa.
Entregar el dinero y la política de Europa a la administración de un cartel no solo fue el fin de la democracia europea; también impulsó un círculo vicioso de autoritarismo y malas políticas económicas. Cuanto más asfixia el establishment europeo a la democracia, menos legítima se vuelve su autoridad política. Eso lleva a los líderes europeos a redoblar el autoritarismo, para aferrarse a sus políticas fracasadas cuando arrecian fuerzas económicas recesivas. Por eso Europa es la única economía del mundo que no se recuperó de la crisis de 2008.
Este círculo vicioso hace que la crisis europea, amplificando el chauvinismo y la xenofobia latentes, lleve a los pueblos europeos a encerrarse en sí mismos y enfrentarse unos con otros, lo que impidió a Europa absorber perturbaciones externas como el flujo de refugiados de mediados de 2015.
Lo que debemos hacer es lo que los demócratas deberían haber hecho en 1930 para evitar una catástrofe que otra vez parece posible. Debemos crear una coalición paneuropea de demócratas radicales, socialistas, verdes y liberales para volver a poner el “demos” en la palabra democracia y contrarrestar al establishment de la UE, que ve en el poder del pueblo una amenaza a su autoridad. Tal el objetivo de DiEM25 y la razón de su necesidad.
¿Somos utópicos? Tal vez. Pero lo nuestro es más realista que el intento del establishment europeo de aferrarse a una unión antidemocrática y cartelizada en desintegración. Si nuestro proyecto es utópico, también es la única alternativa a la distopía que se está gestando.
El peligro real no es que apuntemos demasiado alto y erremos. El peligro real es que los europeos se acostumbren a mirar dentro del abismo y terminen allí.
Yanis Varoufakis, a former finance minister of Greece, is Professor of Economics at the University of Athens. Traducción: Esteban Flamini