Europa, el Euro, el Mundo

Hubo un tiempo en el que Rusia era «el enfermo de Europa». Hoy, Europa empieza a ser «el enfermo del mundo». ¿Cómo es posible, si aún ayer era el modelo de democracia, bienestar y estabilidad social? Nadie se lo explica, pero ahí están las cifras implacables: mientras el resto del mundo crece, avanza, progresa, Europa se ralentiza. Asia continúa su marcha arrolladora, con una China que «sólo» creció un 7 por ciento el año pasado y un Japón que ha conseguido salir de su letargo, y crece un 2,6. También Iberoamérica lo hace, con sus vaivenes habituales, y Estados Unidos. ¿Saben ustedes cuál empieza a ser su preocupación? Pues que su astronómico déficit está bajando ¡demasiado deprisa!, un 4 por ciento anual, lo que podría traer, nos dicen, inflación. ¿Ustedes lo entienden? Yo, no. Pero lo leo en publicaciones serias. Mientras, sobre Europa sólo leo malas noticias. La zona euro se halla en recesión, con sólo Alemania salvándose con un miserable 0,1 por ciento de crecimiento. El resto suspendemos todos, sin perspectivas de que el panorama vaya a cambiar, al menos a corto plazo. ¿Qué está pasando, qué hemos hecho mal?, oigo por todas partes. Con los partidarios de los recortes y de los estímulos discutiendo acaloradamente, como los teólogos medievales discutían sobre el sexo de los ángeles.

Empiezo a pensar que lo que se hizo mal poco o nada tiene que ver con recortes y estímulos, sino con el euro. Sí, el euro. Lo apunté hace ya años en otra Tercera de ABC, en la que contaba el fracaso de dos intentos de moneda común, allá por el siglo XIX, uno en Escandinavia, otro en Centroeuropa, que apenas duraron. Y eso que tenían más posibilidades de sobrevivir, por ser más homogéneos los países integrantes que los 17 que han adoptado el euro. Crear una moneda común sin haber homogeneizado antes la banca, la economía y los impuestos de los implicados es como empezar una casa por el tejado. Puede mantenerse algún tiempo, gracias a las paredes, pero, cuando llega un temporal de verdad se viene abajo. Y los 17 euro-países no tuvieron esa precaución porque se trataba de un plan más político que económico, creyendo, equivocadamente, que consolidaban la Unión Europea, cuando en realidad estaban creando las condiciones para su resquebrajamiento. El euro hizo creer a los países pobres que lo adoptaron que eran ricos, y se pusieron a gastar y a endeudarse como si lo fueran. La euforia se mantuvo mientras las cosas fueron bien. Pero cuando la deuda se hizo tan grande que amenazaba hundir el edificio, empezaron las dificultades, porque los países endeudados no podían hacer lo que se había hecho siempre en estas circunstancias: devaluar la moneda nacional, abaratando sus productos y empobreciendo a su población. Pero no tenían ya su propia moneda, sino la común, quedando a merced de los que la controlaban.

Es la situación en que nos encontramos, con un euro que en vez de consolidar la Unión Europea se ha convertido en camisa de fuerza que la asfixia. Nada de extraño que el euroescepticismo crezca incluso en los países que más beneficios han obtenido de la unión, como los mediterráneos, mientras los que vienen financiándola no disimulan su hartazgo.

¿Qué podemos hacer? Pues apuntalar la casa antes de que se nos venga encima, acelerando lo que hubiera tenido que hacerse antes de empezar: la unión bancaria, la paridad fiscal y la máxima aproximación posible de las políticas de empleo, condiciones de trabajo y prestaciones sociales. ¿Estamos todavía a tiempo? Nadie lo sabe, pero tampoco podemos rendirnos sin haber luchado, aunque hay quien piensa que este es un trabajo de Sísifo, que cuando creemos haber llevado la piedra a la cúspide se nos escapa montaña abajo.

Puede que el mayor obstáculo que tengamos delante no sean unas cifras negativas, sino el escepticismo creciente hacia el proyecto original. Los ingleses –nunca partidarios de una Europa unida– sólo se incorporaron a ella cuando no les quedaba otro remedio, y ahora que se acumulan las dificultades anuncian un referéndum para abandonarla. De continuar las cosas como van, será aprobado, pues ya no les vale la pena seguir, sobre todo a costa de perder la capacidad de decisión de sus propios asuntos y con un Londres sin ser el centro financiero de esta parte del mundo. Les seguirán otros, sobre todo los que están sufriendo los mayores efectos de la crisis, sin recibir los beneficios comunitarios que recibían. En el mejor de los casos, tendremos, como ya empieza a dibujarse, una Europa que da órdenes y otra que las recibe. En el peor, una Unión Europea mucho más pequeña en torno a Alemania, con el resto buscándose la vida por su cuenta, tras la tormenta de la crisis y la salida a trompicones del euro. Islandia lo ha hecho, pero a base de una cura de caballo, que no sé si aceptaremos los mediterráneos, que a pesar de haber inventado la democracia hemos olvidado –¡fue hace tanto tiempo!– que incluye tantos deberes como derechos. Lo que sí puede decirse es que, cualquiera que sea la salida, Europa perderá peso, volumen, capacidad de decisión en los asuntos internacionales. Esta «península occidental de Asia» que ha venido rigiendo el mundo durante los últimos cinco siglos dejará de hacerlo, si no ha dejado de hacerlo ya. Puede quedarse como un parque temático al que vengan los turistas de los grandes países que asuman el protagonismo o puede hundirse en las ruinas y en la nostalgia. No sería la primera vez que ocurre, es más, la historia está llena de episodios de este tipo. ¿Qué se hizo del Egipto de los faraones y de la Babilonia de Nabucodonosor, que se creían dueños del mundo?, y tampoco se equivocaban mucho, pues el resto era «terra ignota». Y miren ustedes dónde están hoy. Y sin ir tan lejos, ¿qué fue de la Roma de Augusto, de la España de Felipe II, «en la que no se ponía el sol», o de la Inglaterra de la Reina Victoria, en la que no se ponía ni la luna? Puede incluso que este declinar europeo empezara con las dos grandes guerras civiles del siglo XX, la del 14 y la del 39, y no nos demos cuenta, gozando de nuestro Estado del bienestar, que va camino de la bancarrota, o ya en ella en varios países, el nuestro entre ellos.

Espero sólo que nuestro desplome no sea tan completo como el de los primeros ejemplos citados, pero tampoco lo descarto. Sobre todo si seguimos discutiendo sobre ajustes y estímulos, en vez de productividad y eficacia, que es lo que cuenta, no si el gato es negro o rojo, sino si caza ratones, como reconvenía amablemente Deng Xiao-Pin a Felipe González. Pues el que nos cazará entonces será el gatazo rojinegro chino, indio o parecido. ¿Acabará así la crisis? ¿Será esa la transformación que nos trae el siglo XXI, el nuevo orden mundial, la próxima normativa a regir? Yo no lo veré, y tampoco lo lamento, pero me gustaría oír a nuestra izquierda, la divina y la asilvestrada, pronunciarse al respecto, si es que esto que digo no le suena a mandarín.

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