Europa en crisis

Las crisis tienen un doble efecto: o se sale de ellas más fuerte que se entró, o le aplastan a uno. La razón es sencilla: si se corrigen los defectos que las han causado, la situación mejora considerablemente. Pero si no se corrigen, tales defectos debilitarán o incluso aniquilarán el organismo infectado. De ahí el refrán norteamericano que equipara las crisis a grandes peligros y a grandes oportunidades. Alguien ha dicho también que las grandes crisis producen grandes hombres, ya que inspiran a los espíritus fuertes y asustan a los débiles. Lo malo es: ¿y si esos grandes hombres no aparecen?

De la crisis actual solo podemos decir de momento que algunos países, con China a la cabeza, saldrán reforzados; que Estados Unidos posiblemente la superará debido al enorme dinamismo de su sociedad, aunque tendrá que compartir liderato con las nuevas superpotencias asiáticas, mientras que sobre Europa se ciernen los peores augurios. Es posible que vuelva a tener una de esas recuperaciones de Ave Fénix que le permitieron resurgir de sus cenizas, como tantas veces a lo largo de su historia. Pero es posible también que se quede al margen de la historia, como ocurrió a muchos de sus protagonistas —Egipto, Persia, Roma—, una vez cumplido su ciclo vital. Los síntomas, en cualquier caso, son preocupantes. Las crisis exigen aunar esfuerzos para superarlas. Pero lo que estamos viendo en Europa es justo lo contrario: fragmentación, divisionismo, recelos mutuos. No ha sonado el grito dramático del «¡Sálvese quien pueda!», pero se oyen voces parecidas y se toman medidas en ese sentido, impensables hace solo unos pocos años. Centroeuropa muestra desconfianza e incluso malhumor hacia el Sur. Hay reproches a enteros países. Todo el mundo echa pestes de los bancos, pero todos los gobiernos se han visto obligados a ayudarles, ya que en otro caso peligrarían los ahorros de sus ciudadanos. La clase política ha pasado a ser la más desprestigiada, pero nadie se acuerda de que la hemos elegido nosotros. El «mercado» se ha convertido en el malo de la tragedia, pero su alternativa, una economía dirigida por el Gobierno, sería algo así como saltar de la sartén al fuego, vistos los ejemplos recientes en los países del Este. En fin, que estamos en un mar de dudas, si no camino del fondo del océano.

No solo faltan líderes en la Europa actual. Falta también lo que nunca faltó en ella: mentes claras, profundas, que analicen la situación y propongan ideas imaginativas para salir del atolladero en que nos encontramos. Puede deberse a que, tras haber dedicado buena parte del siglo XX a dos grandes guerras e innumerables pequeñas, Europa se haya dejado vencer por la molicie de la sociedad de consumo y, abrigada por el Estado-providencia, haya adoptado el lema de los austriacos tras abandonar sus sueños imperiales: «Hagan otros la guerra. Tú, feliz Austria, cásate. Los reinos que a otros da Marte, a ti te los dará Venus». Lo malo es que esa es una fórmula para hacer política, de la antigua además, no para hacer economía, y a los números no se les engaña tan fácilmente como a los electores. O sea, el camino de la derrota, que es en el que se encuentra hoy Europa.

Las décadas de paz y prosperidad, por otra parte, han traído el auge de los más viejos demonios europeos. De entrada, el hastío de las guerras y la búsqueda del bienestar provocaron un impulso hacia la convergencia de las economías nacionales —no olvidemos que la hoy Comunidad Europea comenzó siendo Mercado Común y, antes que él, Comunidad Europea del Carbón y el Acero, integrada por Francia, Alemania Occidental y los países del Benelux—, lo que ha producido uno de los mayores éxitos económicos de la historia. Éxito que atrajo, como la miel a las moscas, a los restantes países europeos y a inmigrantes de las más alejadas partes del mundo. Pero, un gran pero, esa unión económica, que alcanzó su cima con el establecimiento de una moneda única, no se tradujo en una unión política, como había ocurrido con las trece colonias inglesas que formaron el núcleo de los Estados Unidos o como los principados o länder germanos que constituyeron la Alemania moderna. No es que ese gigante no tuviese un gobierno político, es que ni siquiera tenía un gobierno económico, que era lo mínimo que podía exigírsele para que funcionase correctamente.

El sentimiento nacional prevaleció y lo que hemos tenido es, más que unos «Estados Unidos de Europa», aquella «Europa de la Naciones» que preconizaba De Gaulle, pese a todos los intentos de armonización que representaron los tratados de Roma, Maastricht, Niza y Lisboa, no siempre respetados, para mayor inri. Mientras, la comunidad original no hacía más que crecer, primero a seis, luego a doce, luego a quince, hoy con veintisiete miembros, cada vez más distintos y en muy diverso nivel de desarrollo. Era un experimento arriesgado, teniendo en cuenta sobre todo que no se establecían mecanismos adecuados de control y supervisión, lo que abría las puertas a todo tipo de fraudes y subterfugios. Algo que no podía acabar bien y que la crisis ha puesto en evidencia de forma descarnada. Hoy podemos decir que la Unión Europea ha alcanzado su máximo nivel de expansión y que incluso puede haberlo sobrepasado, lo que la pone en peligro, como esas empresas que abren demasiadas sucursales, que amenazan la casa matriz.
Con ser eso mucho, hay todavía algo peor. Me refiero a la segunda de las tendencias desencadenadas por el movimiento pan-europeista: el ansia de libertad de los europeos no se ha limitado a encontrar un marco democrático de convivencia común, sino que se ha ampliado a la recuperación de sus comunidades originarias, con la consiguiente amenaza de fragmentar los Estados tradicionales. Ninguno de ellos se libra del proceso desintegrador en marcha en su seno, con más o menos virulencia, Francia incluida, la más centralista de todos ellos. Dicho en términos españoles: el Estado-nación se ve amenazado por sus «nacionalidades» internas. El último ejemplo acabamos de tenerlo en Bélgica, donde los independentistas flamencos han llegado al poder. Qué harán con él no lo sabemos, pero que no será mantener su país tal como ha venido siendo hasta ahora puede darse por descontado. Con lo que tendremos el sarcasmo de que Bruselas, la «capital de Europa», puede no saber exactamente dónde se encuentra, si en Flandes, en Valonia o en ninguna de las dos.

Justo lo que le faltaba a Europa. Pues si una crisis, sobre todo de la magnitud de la actual, requiere algo, es unión de esfuerzos, convergencia de medios. Mientras que el rumbo que apuntan las «nacionalidades» es el contrario: dispersión de esfuerzos, divergencia de medios. Es por lo que pienso que, antes que nada, Europa en general y España en particular necesitan tener claro su papel en el mundo actual. Si los Estados-naciones son demasiado pequeños para enfrentarse a los grandes problemas que plantea la presente crisis, de dimensiones planetarias, resulta evidente que las «nacionalidades» podrán aún menos resolverlos. Iría incluso más lejos. Como ya en 1993 advertía Theo Sommer en la revista «Die Zeit», «no todo pequeño pueblo es un pueblo estatal.» Para añadir que «hecho diferencial», sea cultural o étnico, «no es igual a nacionalidad.» Es decir, que si nos organizamos según el patrón de nuestras diferencias, iremos hacia atrás, en vez de hacia adelante, y Europa se convertirá en una auténtica olla de grillos, ya que «hechos diferenciales» hay en ella todos los que se quieran, y más. Una advertencia que podríamos habernos aplicado los españoles para evitar buena parte de los problemas que hoy nos aquejan.

¿Lo va a entender y aplicar la Europa de 2010? No lo sé. Lo único que sé es que de ello dependerá que Europa siga siendo protagonista de la Historia o solo Historia.

José María Carrascal