Los resultados de las elecciones celebradas en Italia los pasados días 23 y 24 de febrero han provocado reacciones inusualmente sonoras. Muchos comentaristas, algunos incluso con responsabilidades de Gobierno, han hablado de la amenaza que la “ingobernabilidad italiana” supone para el resto de los europeos. Otros, intentando suavizar las tintas, han recordado que, aunque Italia ha sido siempre difícil de gobernar, los políticos italianos han sabido salir siempre adelante. Es innegable que Italia ha vivido situaciones políticas de gran complejidad. Si excluimos el cuarto de siglo fascista, un periodo que por razones obvias no se presta a ese tipo de comparaciones, Italia ha conocido a lo largo del siglo XX más legislaturas y Gobiernos fallidos que el resto de los grandes Estados europeos.
La matriz de su inestabilidad se configuró en los dos primeros decenios del siglo pasado, una época que se suele identificar con el nombre de Giovanni Giolitti. La identificación misma es sintomática; aunque fue la figura política dominante de su tiempo, Giolitti no llegó a terminar casi ninguna de las legislaturas para las que fue elegido como primer ministro por el Parlamento. Fue un maestro en el arte de dimitir para seguir conservando el poder. Su habilidad para cabalgar las numerosas tormentas políticas que le deparó la historia le convirtió en una leyenda. No le bastó, sin embargo, para esquivar dos grandes fracasos que amargaron el tramo descendente de su carrera pública. El primero fue la entrada de Italia en la I Guerra Mundial, una decisión a la que se había opuesto con todas sus fuerzas y que no pudo evitar. El segundo el triunfo del régimen fascista, una catástrofe que marcó el final definitivo de su época.
La Italia moderna, la que hoy conocemos, se construyó entonces. La unidad nacional, lograda con determinación y astucia por Cavour en el filo de 1860, se limitó a poner las bases políticas de un cambio histórico cuya penetración en la realidad social fue lenta. A finales de siglo Italia era todavía un mosaico heterogéneo de regiones económicamente divergentes, habitadas por poblaciones que tenían costumbres e incluso lenguas diferentes. En el momento de la proclamación del Reino de Italia, en 1860, el 70% de la población era analfabeta. Veinte años después el índice de analfabetismo se situaba todavía en el 67%. Formalmente el nuevo Estado era una monarquía parlamentaria, pero al final de los años noventa, sobre una población que se aproximaba a los 30 millones, los electores no llegaban a tres millones. Los grandes avances que convierten a Italia en un Estado nacional moderno se dan en la época de Giolitti. Se apoyan en un crecimiento económico sostenido, orientado hacia el comercio exterior y centrado en una industrialización de corte clásico, con predominio de las industrias textiles, metalúrgicas y mecánicas afincadas en la Lombardía y el Piamonte (sede identitaria de la dinastía reinante). Conllevan, entre otras cosas, la escolarización obligatoria. O una nueva legislación electoral que instaura el sufragio universal cuadruplicando casi el número de votantes. O la construcción de una red ferroviaria unificada. En 1865, cinco años después de la proclamación del Reino de Italia, Roma está conectada por tren con Nápoles, pero no con Milán; en 1905 se puede ir en tren desde Palermo no solo hasta Roma y Milán, sino hasta París o Viena. O la creación de la Bienal de Venecia, una institución que estimulará a lo largo de todo el siglo la modernización de la vida artística. Son cambios que, junto al desarrollo masivo de la prensa escrita y el ascenso de las grandes centrales sindicales, transforman profundamente la naturaleza de la vida pública y permiten a Italia jugar un papel de primera línea en Europa.
Esas luces sin embargo van acompañadas de sombras profundas. He mencionado ya la inestabilidad política. La acompañan otras tres lacras persistentes: la corrupción, el clientelismo político y la consolidación del crimen organizado. Las consecuencias serán nefastas. El sucesor histórico de Giolitti será un líder populista, forjado en las algazaras sindicales de la industrialización nórdica, llamado Benito Mussolini. En el tiempo confuso de la posguerra y con el apoyo de una parte importante de la opinión pública, Mussolini enterrará el liberalismo para implantar la primera dictadura novecentista de Europa.
¿Cómo fue posible que ocurriera eso? Las grandes mutaciones históricas tienen siempre causas múltiples, pero la principal en este caso fue una persistente quiebra de la cohesión social, una tormenta que no dejó de sonar, como un rumor de fondo, a lo largo de todo el proceso de modernización. Mientras los vínculos de la sociedad tradicional se iban disolviendo, el desarrollo económico alimentaba, por su parte, un crecimiento febril de las desigualdades sociales. Es verdad que el resto de Europa sufrió en mayor o menor medida de los mismos males; fueron los que crearon el estado de ánimo que provocó el estallido de la guerra. Lo peculiar del caso italiano fue que, en el marco de una unidad nacional todavía reciente y frágil, la conciencia de las desigualdades sociales se cruzó con la de las desigualdades regionales. Mientras el norte se enriquecía el sur se empobrecía, y la percepción de esa ruptura, vivida como un conflicto de identidades colectivas, fue propicia a la proliferación de discursos populistas de diversos signos que acabaron envenenando y matando el proyecto liberal.
Los comentaristas de las últimas elecciones muestran su preocupación por la gobernabilidad de Italia. Pueden estar tranquilos. Tras tres cuartos de siglo de escolarización obligatoria y de un Estado de bienestar más o menos operativo, pero siempre visible, la cohesión nacional italiana es hoy incomparablemente superior a la de hace 100 años. No será Italia la que exporte ingobernabilidad a Europa. El peligro es más bien el inverso. Al menos mientras el proyecto político europeo siga estando secuestrado por un modelo económico que se orienta enconadamente hacia la disolución del Estado de bienestar y el crecimiento de la desigualdad social. Y mientras siga sonando, como en la Italia prefascista, pero en la caja de resonancia ampliada y mucho más cacofónica de la Unión Europea, un inquietante rumor de fondo que tiende a expresarse como conflicto de identidades colectivas entre el norte y el sur.
Tomàs Llorens es historiador del arte.