Europa en la cocina

Por Martín Ortega Carcelén, investigador en el Instituto de Estudios de Seguridad de la Unión Europea (EL PAÍS, 04/09/05):

El proyecto de Constitución europea era un menú fijo, con su entrada, bebida, plato y postre, que, presentado en la mesa, no convenció a muchos ciudadanos. Pero tampoco a algunos gobiernos que se sintieron aliviados por el rechazo. El menú se ha metido en el frigorífico durante el verano, y ahora los chefs se han puesto manos a la obra para ver que otras posibilidades se ofrecen.

En realidad, todas las opciones están abiertas. Puede darse marcha atrás y mantener un simple mercado común o crearse un núcleo duro, más político y con menos miembros. La Unión puede saltar por los aires o puede volverse a la misma Constitución. Si algo enseña la historia reciente es que hay que pensar lo impensable y estar preparado para lo imprevisible.

A la hora de crear una Unión Europea a la carta, hay que tener en cuenta tres clases de ingredientes. La profundización, primero, supone alcanzar un reparto de poder entre Bruselas y las capitales que sea beneficioso para el conjunto de los europeos. Está claro que todos ganaríamos si las instituciones comunes fueran más fuertes y tuvieran más capacidad de iniciativa para interpretar el interés general. Pero esto es difícil de conseguir debido a las reticencias de los gobiernos, como demuestra por ejemplo el (in) cumplimiento del Pacto de Estabilidad. Ante la duda, el reflejo de los ciudadanos es resguardarse en el viejo cascarón de los Estados nacionales. Los votos en contra del proyecto de Constitución estuvieron en parte motivados por el deseo de protegerse de un mundo hostil a través del propio Estado.

La ampliación, el segundo ingrediente, provoca también miedo. En lugar de percibirse como una oportunidad, muchos europeos que pertenecen al club estiman que una Unión demasiado grande ya no es algo suyo. Se produce, por tanto, una tensión entre aquellos que quieren una UE numerosa, centrada en el comercio, y aquellos que desearían crear una entidad política fuerte, para lo que se ven obligados a pensar en un marco geográfico más reducido. La clave estaría en definir de una vez por todas las fronteras de la Unión y ofrecer un trato privilegiado, no retórico sino real, a los vecinos que queden a las puertas.

El gobierno de la UE es otro ingrediente objeto de controversia. La Unión debe alcanzar un equilibrio difícil entre proteger su industria y su agricultura, participar en la globalización, y abrir sus mercados a los países pobres. El liberalismo salvaje no es la solución a este dilema. Una política agrícola común reformada (que debe mantenerse en previsión de futuras crisis) puede acompañarse con políticas que apoyen la investigación y la productividad, para convertir a la UE en un motor de innovación científica, social e intelectual. En una economía globalizada, los europeos seremos cada vez más viejos y más pobres en términos relativos, por lo que es preciso encontrar nuevas formulas para organizarse. El problema es que los países más ricos de la Unión insisten en darle un presupuesto que representa justo el uno por ciento de los presupuestos nacionales, con lo que tampoco pueden hacerse milagros. Con esos ingredientes pueden componerse varias Europas. Los cocineros jefes parecen en todo caso dispuestos a la aventura, y unos están preparando la sal y la pimienta que van a añadir al flan de los otros.

Ante esta situación, habría que recordar que la cocina inventiva no está exenta de costes y a veces reserva malas sorpresas. Aunque ahora parece un desbarajuste, la cocina europea tuvo que crearse para sacarnos de la miseria. Si los gobiernos y los ciudadanos quieren devolver el protagonismo a los Estados, deberían tener presente la larga trayectoria de malentendidos y luchas entre ellos. La defensa de pequeños intereses nacionales sin un proyecto global no conduce a nada bueno, como se vio en el último Consejo Europeo. La vuelta a un mercado común, ahora ampliado, en un contexto internacional muy incierto, supondría dar rienda suelta a la dispersión.

Durante la pasada década, la integración era la idea motriz; ahora parece que renacionalizar es el principal instinto. Los hábiles cocineros, adivinando los gustos de los ciudadanos, piensan en recetas simples, ya conocidas. Nada que ver con la clarividencia y la sabiduría de una generación anterior de líderes, que acertó a crear una unión de Estados democráticos para superar el nacionalismo en Europa. Esos líderes supieron mirar al futuro con confianza porque conocían y temían el pasado. El riesgo hoy es que, frente a ese reto histórico, el miedo y la mezquindad lleven al fracaso.

Una forma, quizás, de recuperar la confianza es introducir de lleno otro ingrediente en la receta. Cuando expresan su opinión, los ciudadanos no piensan normalmente en la dimensión internacional del proceso de integración. Y, en cambio, este es un aspecto crucial del experimento europeo. En América Latina, África y Asia se observa la integración europea como un modelo que imitar, ya que ha traído paz, estabilidad y crecimiento económico a nuestro continente. Esa integración es percibida como uno de los avances políticos más importantes de los últimos siglos, por lo que su continuación debería constituir una responsabilidad para nosotros.

Pero la Unión no es sólo un modelo, sino también un instrumento de acción en el mundo. Grandes amenazas y desafíos globales deben ser afrontados entre todos. Los recursos energéticos se están agotando, el medio ambiente necesita protección, las violaciones masivas de derechos humanos y los crímenes de guerra proliferan, el terrorismo sigue siendo una lacra, y las instituciones globales, sobre todo Naciones Unidas, necesitan reforma. Estos asuntos nos afectan más directamente de lo que creemos, y los europeos tenemos ideas adecuadas para tratarlos. Sin embargo, estas ideas no se aplican por falta de una actuación común y con los medios necesarios.

Esa inacción lleva a la irrelevancia o a seguir la iniciativa de Estados Unidos en muchos casos. Pero cuando se evalúan las políticas de Estados Unidos sobre los retos globales, desde Oriente Medio a los derechos humanos pasando por el cambio climático, no puede decirse que las recetas del presidente George W. Bush estén dando resultados positivos. En el plano internacional, la divergencia entre los chefs europeos obliga a comer alimentos prefabricados y un poco pasados de fecha.