Europa en la encrucijada

La mayoría de los hombres asisten y participan de la Historia sin tener plena conciencia de ello. Les sucede lo que al célebre personaje de «La Cartuja de Parma» de Sthendal, Fabrizio del Dongo, que vivió desorientado las postrimerías de una batalla y no supo que había asistido a Waterloo, verdadero punto de inflexión en la historia de Europa. Ciertamente, no es fácil distanciarse de la cotidianeidad para determinar, al tiempo que se vive, cuándo un momento o acontecimiento será históricamente relevante. Se ha abusado y abusa tanto, además, del adjetivo «histórico», que en la lengua de trapo de nuestro tiempo éste ha venido a perder toda su carga semántica.

Y, sin embargo, discriminar cuándo se atraviesa un momento crucial o crítico, cuándo una decisión política puede tener envergadura extraordinaria en la determinación de nuestro futuro, es cuestión capital porque previene de las decisiones adoptadas sin la necesaria maduración de juicio y nos protege del que es quizás el mayor de los males en la gestión de la «res publica», muy particularmente entre nosotros: la frivolidad.

En democracia, corresponde a los partidos políticos y, en particular, a sus líderes iluminar a los ciudadanos de la importancia de las decisiones que les corresponde adoptar; hacerles partícipes, cuando llega, de la gravedad del momento; informarles de las consecuencias inmediatas y mediatas que pueden derivarse del ejercicio de su voto y llamar al ejercicio de la responsabilidad colectiva. Se conoce, sin embargo, que la mercadotecnia, que todo lo rige, desaconseja planteamientos de este tipo, y se trate de unas elecciones generales, autonómicas, locales o europeas, de una coyuntura de gestión ordinaria de los asuntos públicos o de un momento político de singular gravedad, las campañas electorales indefectiblemente giran sobre unos cuantos mensajes emotivos, a menudo banales, y un escamoteo general de las cuestiones de fondo y de las consecuencias que eventualmente puedan derivarse del sentido del voto.

Vienen estas reflexiones a cuento de la trascendencia de las recientes elecciones europeas, a las que -me temo- los ciudadanos españoles hemos concurrido sin ser plenamente conscientes de lo que nos jugábamos, de la extraordinaria relevancia que para el futuro de la Unión Europea y para el nuestro puede tener el que el Parlamento europeo tenga una u otra composición. Esta «inconsciencia» la reflejaba muy bien un sondeo del que se hizo eco la prensa, realizado para el «European Council of Foreign Relations», en el que se preguntaba a los europeos de catorce países sobre el futuro de la Unión y en el que una amplia mayoría, pese a tener una visión positiva de la misma, dicen temer su colapso en los próximos diez o veinte años. Con una interesante excepción: España es el país de los catorce encuestados en el que menos ciudadanos -con todo, un 40%- cree que la disolución de la Unión es una posibilidad realista.

Hay serias razones que avalan esta preocupación de los ciudadanos europeos a la que, por el momento, los españoles parecemos permanecer bastante ajenos. La primera es la pérdida de peso de la Unión Europea en el concierto mundial de las naciones; una pérdida que se traduce en todos los órdenes: el demográfico, el económico y el tecnológico. Los datos demográficos son clamorosos: si a principios del siglo XX los europeos representábamos el 25 % de la población mundial, las previsiones disponibles anuncian que en 2050 seremos aproximadamente el 7% del total. Los datos económicos revelan una significativa y creciente pérdida de peso. La Unión, que en 2014 era la primera potencia económica mundial, desde 2015 es la segunda, por detrás de Estados Unidos. Por lo que se refiere al comercio mundial, la Unión se halla por detrás de China y Estados Unidos y pronto, con la excepción quizás de Alemania, no habrá ningún país europeo en el seno del G-7. La situación tecnológica es todavía más preocupante: en el ámbito de los «big data», la biotecnología y la inteligencia artificial, el dominio de EE.UU. y China es abrumador y no parece haber respuesta europea a la altura.

Una segunda preocupación de peso viene dada por los intentos de desestabilización que padece Europa tanto desde fuera como desde dentro. Desde fuera, a la novedosa beligerancia americana contra la Unión, a la que Trump trata por momentos de «enemigo», se aduna la agresiva política exterior rusa y sus continuas injerencias desestabilizadoras a través de las redes sociales; China, por su parte, ningunea a la Unión y prefiere optar por privilegiar las relaciones bilaterales. Desde dentro, a la pesadilla del Brexit, que no acaba de producirse y consume tantas energías, y a la pérdida de legitimación derivada de la gestión de la pasada crisis económica y del problema de la inmigración y los refugiados, se añade el creciente poder que están adquiriendo en muchos Estados miembros partidos manifiestamente antieuropeos, algunos de los cuales ya ejercen el gobierno comprometiendo con su actuación principios fundamentales de la Unión.

La respuesta institucional europea a todas estas realidades, como a los desafíos que representa el proceso de globalización, está siendo insuficiente y carente del necesario pulso. Cada día resulta más evidente que el complejo y sofisticado engranaje institucional que nos hemos dado se manifiesta ineficiente ante la envergadura de los problemas a afrontar y los tiempos de respuesta requeridos. Pero, en vez de abordar las reformas necesarias, prospera la deslealtad hacia el proyecto común porque por ahora produce réditos electorales… En este contexto, la percepción pesimista de la mayoría de los ciudadanos europeos es comprensible: Europa necesita refundarse en la próxima década so pena de desmoronarse como proyecto de civilización. Por ello era tan importante la cita del pasado domingo.

El proyecto político europeo es hoy, creo, más necesario que nunca. Nos es necesario a nosotros, los europeos, pues dado el tamaño de nuestros estados, solo la pertenencia a la Unión nos garantiza el protagonismo en el nuevo orden mundial y la capacidad de defender el modelo de vida y de sociedad en el que creemos. Pero es asimismo necesario para el mundo, pues con todas las limitaciones que se quieran y las hay muchas, los signos de la identidad europea -la democracia, el liberalismo, el Estado de Derecho y el Estado de bienestar- siguen representando el más estimulante proyecto de civilización conocido.

Francisco Pérez de los Cobos es presidente emérito del Tribunal Constitucional.

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