Europa en la lejanía

A la vista de la despejada agenda diplomática del Gobierno y su presidente en esta legislatura, las últimas semanas han debido de resultar agotadoras. En el espacio de unos pocos días han venido a España el presidente de la República Francesa, Nicolas Sarkozy, la secretaria de Estado de Estados Unidos, Condoleezza Rice, y el secretario general de la ONU, el surcoreano Ban-Ki Moon. El esfuerzo del Gobierno para construir una gran operación de imagen con motivo de estas visitas podía dar la impresión de que en estos últimos meses de legislatura nuestro país iba a contar con una política exterior que se acercara a tal concepto en vez de quedarse en esa sucesión de actuaciones incoherentes, mal diseñadas y, si cabe, peor ejecutadas que han llevado a nuestro país a una posición de marginalidad en la escena internacional que en absoluto se corresponde ni con su dimensión ni con la entidad y proyección de sus intereses. Pero no. El discurso electorero del 'regreso al corazón de Europa' -¿y pensar que Zapatero le copió la expresión a John Major!- yace enterrado en la asombrosa incapacidad para definir y mantener posiciones propias en la Unión Europea, la carencia de apoyos y la incomparecencia de España en el debate continental.

Las sonrisas exhibidas ante Sarkozy tal vez puedan haber aliviado agravios, todavía frescos en el recuerdo, que la torpeza de Rodríguez Zapatero no ha dejado de crear desde el lamentable episodio de aquella gratuita falta de respeto a la bandera de Estados Unidos en el desfile del 12 de octubre de 2003. Lo que importa es que ese aparente clima de cordialidad sólo sirve para envolver el vacío en lo que afecta a los intereses y la posición de España en Europa.

¿A qué vino Sarkozy? En esencia a decir, como presidente de la República Francesa, que eso del referéndum en el que nos proclamamos 'los primeros en Europa' por ratificar el Tratado Constitucional sin que faltara detalle fue un ejercicio muy vistoso pero que ahora la única cera que arde es un mini-tratado que se limitará a rescatar del texto fallido la reforma institucional. Esto es, Francia y Alemania están decididas a que toda esa operación larga, costosa y fracasada que culminó con el texto constitucional de la UE firmado en Roma se reduzca a consagrar el nuevo reparto de votos en el Consejo, claramente perjudicial para España en comparación con la situación alcanzada en el Tratado de Niza. El mini-tratado que cocinan Francia y Alemania no tendrá etiqueta de 'constitucional'; para evitar probables sustos, no requerirá referéndum para ser ratificado, y tampoco contendrá todo aquello que para España compensaba su notable pérdida de poder respecto a Niza. A falta de conocer la opinión de 'Los del Río', que tan activamente argumentaron en favor del 'sí' en el referéndum de febrero de 2005, produce cierta sorpresa que la opinión pública y los principales actores contemplen con tan buen ánimo la perspectiva de que se formalice la centrifugación de nuestro país del núcleo fuerte europeo en el que podría situarse.

Sarkozy cumplió con su responsabilidad recién adquirida poniendo encima de la mesa lo que cree que corresponde al interés nacional de Francia y a la reactivación de la Unión. Ha dejado bien claro que lo uno no es incompatible con lo otro, y que si algo demuestra el 'no' francés es que el proceso de unión no puede desconocer las dinámicas nacionales, ni convertir la idea de Europa en una teología política en la que ha de prevalecer la fe de los ciudadanos en lejanos dirigentes sobre la persuasión y el debate democrático.

En España, entre que a Rodríguez Zapatero la política exterior no parece gustarle y que la apelación a la defensa de los intereses nacionales es políticamente incorrecta, cuando no antieuropea, hemos creado un limbo europeísta de eterno presente en el que es perfectamente verosímil que terminemos apoyando el desmantelamiento del Tratado Constitucional de la Unión con la misma convicción con que lo aprobamos. Es decir, que vamos a actuar como si un referéndum, expresión canónica de la voluntad popular, no hubiese tenido lugar, privando de cualquier consecuencia política a ese pronunciamiento del cuerpo electoral. Luego preocupa la abstención y, en el colmo de la impostura retórica, se seguirá hablando del 'déficit democrático' de la UE.

Sin ninguna concesión al populismo, lo cierto es que no son los ciudadanos los que quieren alejarse del proceso de construcción europea sino los dirigentes políticos los que buscan la manera de alejarse de sus ciudadanos. La ratificación en referéndum del Tratado Constitucional se presentó como una valiosa credencial para afianzar la posición de España en la nueva Unión Europea. Ahora parece que se ha vuelto un engorro que no debe recordarse una vez que el futuro de la Unión ha pasado de las urnas a los despachos. Y así, sin hacer ruido, ante la probable indiferencia de una opinión pública que traduce en desinterés tres años de aislacionismo deliberadamente promovido por Rodríguez Zapatero, la participación accionarial de España en esa sociedad política y económica que es la Unión Europea va a ser determinada por el diseño franco-alemán sin que nadie explique qué valor ha tenido una consulta popular.

La construcción europea exige pragmatismo para superar su actual crisis después de un proceso de ampliación tal vez inevitable desde el punto de vista político pero muy difícil de asimilar. El estupor inicial tras el rechazo de Francia y Holanda al Tratado Constitucional se ha transformado en una incertidumbre paralizante ante un futuro que hoy se percibe demasiado desafiante para las capacidades, los mecanismos institucionales y el liderazgo de la Unión.

Pero el pragmatismo, el realismo o cualquier otra apelación de esta naturaleza debe ser un argumento que ha de ventilarse en el debate público y democrático, no un sustitutivo de éste ni una justificación para ahogarlo. Debería estar claro a estas alturas que el remedio a la crisis de la Unión no puede venir de un ejercicio de despotismo ilustrado que empuje el péndulo de la construcción europea desde las ambiciones plebiscitarias fallidas hacia una conjura silenciosa que aísle ese proceso del contraste con la realidad y de los principios de legitimación democráticos.

El síntoma de este peligro es la atrofia del debate público que en España alcanza niveles de desinterés realmente preocupantes. Se podrá decir, con razón, que las cosas le han ido a nuestro país bastante bien, de modo que la Unión Europea, con salvedades sectoriales, se ha mantenido en la percepción de los españoles como solución mucho más que como problema. Para ello ha sido decisiva una continuidad más que básica en la política europea de los sucesivos gobiernos, sostenida en un aparato administrativo y diplomático estable y altamente cualificado. Sin embargo, esta continuidad se rompe con el actual Gobierno, con su fallida apuesta por alianzas personales con líderes en retirada, con su obsesión por actuar de manera reactiva respecto a lo hecho por el Ejecutivo anterior, y con la apatía y práctica desaparición de Rodríguez Zapatero de la escena europea en la que está por hacer una contribución consistente.

Hace ahora 31 años que España se adhirió a la entonces Comunidad Económica Europea. Su voz y su posición ya no quedan secuestradas por su condición de receptora de cuantiosos fondos comunitarios; es una economía de dimensión notable en el mundo y una potencia cultural. El futuro de su peso en la Unión Europea y de lo que ésta deba ser no puede liquidarse con una visita del presidente francés -sea Sarzkozy como hubiese podido ser Royal- para notificar los cambios y una conversación con el líder de la oposición para consensuar el trámite. No es suficiente por la magnitud de los intereses en juego y porque, si el Gobierno no está a la altura en este trance, pretender cualquier reajuste de poder en el futuro dentro una Unión ya multitudinaria es ilusorio. Pero no es suficiente, sobre todo, porque los que votaron a favor del Tratado Constitucional merecen que se les explique qué va significar su voto; los que votaron en contra tendrán curiosidad por saber cómo es que, habiendo perdido en el referéndum, terminan siendo los ganadores, y a los que simplemente no votaron les interesará saber si, al final, hicieron bien en no tomarse la molestia. En los tres casos hay una lección que merece ser aprendida.

Javier Zarzalejos