Europa en sus contradicciones

Recuerdo, años atrás, en el chiringuito de un hotel de Goa, la sorpresa de un huésped al ver consumir la leche del coco mediante una pajita directamente de un coco verde. “A los europeos —comentó al camarero— el coco nos gusta más maduro”. A los europeos. No “a los franceses”, obviamente su caso. O mejor, “a mi familia”. O mejor aún: “a mí”. No; su evidente militancia europeísta le llevó a atribuir a todos los europeos los mismos gustos.

Un voluntarismo similar al de quien considera como algo perfectamente homologable, no ya los individuos, sino cada uno de los países que se agrupan en la Unión Europea. De acuerdo con semejante espíritu, lo que empezó siendo una pragmática Europa del carbón y del acero, que agrupaba a unos pocos países de Europa occidental y que se ha convertido con el tiempo en una Unión Europea de 28 miembros, llegará a ser algún día una construcción equivalente a la de Estados Unidos de Norteamérica. Sólo que, ni Europa es Estados Unidos ni parece probable que acabe siendo algo similar algún día. Y es que el ciudadano norteamericano, con independencia de que sea originario de tal o cual Estado, tiene muy claro —la mano sobre el corazón— que él es ante todo eso, un patriota norteamericano. Hubo una Guerra de Secesión, que enfrentó a los Estados del norte y los del sur, pero los diversos episodios de tal acontecimiento sirven hoy para acentuar aún más el orgullo de ser ciudadano norteamericano.

Europa en sus contradicciones¿Sucede algo similar en Europa? Pues, no. Se ha conseguido llegar a considerar las guerras y alianzas que durante siglos y más siglos han enfrentado a sus actuales Estados miembros como inevitables avatares de un pasado en común, es cierto. Y así mismo, que los tópicos y expresiones despectivos propios de cada país respecto a sus vecinos reaparezcan hoy asociados principalmente al fútbol, al tenis y otros deportes. Pero, por lo demás, franceses y alemanes, ingleses y españoles, suecos y griegos se siguen sintiendo fundamentalmente vinculados a su país de origen y consideran a Europa como poco más que un club.

En líneas generales, lo que mejor ha funcionado de la Unión Europea —por no decir lo único— ha sido cuanto se refiere a la actividad económica. Sucede, no obstante, que su importancia en un mundo donde no ha dejado de crecer el papel de las economías emergentes, por una parte, y donde, pese a todo —como bien lo demuestra el origen de la presente crisis—, su epicentro hay que seguir situándolo en Wall Street, la capacidad europea de tomar decisiones, de proteger y acrecentar una actividad económica propia, es cada vez menor. Y quien dice la economía dice la política, vinculadas como suelen estar las decisiones que se toman en uno y otro ámbito. Con una particularidad: lo que interesa a un país determinado no tiene por qué interesar a otro u otros miembros de la Unión Europea. Más aún: los intereses del todo y de una cualquiera de sus partes pueden ser —y con frecuencia lo son— claramente contrapuestos.

Así, razones fundamentalmente económicas pueden llevar a determinados países europeos a apuntarse como algo inevitable a iniciativas políticas y militares propiciadas por los intereses norteamericanos. Por poner un ejemplo, el respaldo de Inglaterra y Francia a la promoción estadounidense de las llamadas primaveras árabes, cuyo resultado no ha sido otro que el de sustituir regímenes más o menos autoritarios por un caos protagonizado por rebeldes yihadistas o fundamentalistas en un contexto de violencia y destrucción. ¿Motivos de fondo? Salvaguardar la estabilidad de determinados países productores de petróleo a la par que negocios más puntuales, como la venta de armas o, a más largo plazo, la reconstrucción de lo destruido.

Todo ello, a partir de un planteamiento tan falso como indefendible: considerar las diversas dictaduras o dictablandas demolidas en el norte de África y Oriente Próximo un insulto a la democracia y pasar por alto que el colmo del totalitarismo fundamentalista es el que representan los regímenes de sus aliados de la península arábiga y del Golfo. Y cuando en la prensa internacional se filtra alguna noticia relativa a los castigos impuestos en tales países —azotes y otros suplicios, crucifixiones— a conductas que para nosotros nada tienen de delictivas, los mandatarios occidentales miran para otro lado. De ahí el acierto de Obama en su acercamiento a Irán, un país en plena evolución de sentido contrario, hacia la democracia. Y de ahí también la reacción saudí, tanto por esa deriva democrática como por ser Irán un importante productor de petróleo.

El respaldo de Europa a esas primaveras árabes, a los enfrentamientos armados y la destrucción generalizada, le pasa ahora las cuentas en forma de una avalancha de refugiados. ¿Una avalancha provocada? Porque lo sospechoso es que se haya producido ahora y de golpe, que esos refugiados hayan tardado tantos años en iniciarla. En fin: el caso es que Europa se encuentra ante una situación inasumible y que esa situación la está empujando a intervenir en el conflicto y a entenderse con quienes hasta ahora eran considerados sus enemigos. Cambios de actitud que nada van a resolver a corto plazo, como tampoco van a evitar que los países europeos más directamente afectados se sientan invadidos y se acrecienten las reacciones violentas y xenófobas.

Una situación que aún podría empeorar por la confluencia de dos nuevos factores: el enfriamiento de las relaciones entre Estados Unidos y Arabia Saudí —solapado por el reciente viaje de Obama a Riad— y la firma del Acuerdo de Libre Comercio entre la Comunidad Europea y Norteamérica. Esto es: el posible estallido de un conflicto equivalente a las primaveras árabes en la península arábiga y los países del Golfo, protagonizado ahora por grupos de corte yihadista que no se conforman con las subvenciones que recibe, por una parte, y, por otra, la repercusión de esa crisis en la economía europea, habida cuenta de que Estados Unidos se autoabastece de petróleo y Europa, no.

En un contexto dominado por las dificultades de todo tipo que se abaten sobre la sociedad, consecuencia directa de la crisis financiera iniciada en 2008, que poco tiene que envidiar a la de 1929, nada tiene de extraño que el panorama actual sea muy similar al que imperaba en la Europa de los años treinta. Similar, pero sin la gravedad de entonces. Más bien una parodia de todo aquello. Por ahora. Y por suerte.

Luis Goytisolo es escritor.

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